Hoy acabamos las pantallas veraniegas, con una serie y dos películas vistas en estrena en la TV y no en el cine. A las salas, si no recuerdo mal, llegaron o tarde o no llegaron. La pandemia fue la culpable.

Empezamos por la serie. Los hechos de Utøya, en Noruega, en verano de 2011, se han llevado al audiovisual en varios formatos y soportes, y muy especialmente como documental más o menos dramatizado. Escojo para esta ocasión la impactante, excelente y muy recomendable serie 22 de julio [(22. Juli), 2020, 6 cps.], servida en Filmin. Es una producción de la tele pública noruega, en colaboración con otras cadenas nórdicas. Partiendo de un guion sólido, unas interpretaciones de primera y unas sobrias localizaciones, se crea el clima de haberse comido un camión de papel de lija a causa de la matanza terrorista en la isla de Utøya, donde tenía lugar una escuela de verano de las juventudes del Partido Socialista noruego. El hecho de no salir el Oslo de postal turística y el desconocimiento de los actores y actrices —cuando menos por mi parte— ayuda a la verosimilitud del relato.

Es el relato de un asesinato en masa, de su responsable, de su arrebato, de su filiación fascista y el movimiento en que se sustentaba, pero la serie también manifiesta el impacto inesperado del atentado en una Noruega socioliberal, que se creía al margen del fanatismo de la extrema derecha.

No se trata de una historia de héroes salvadores o de hagiografías de maléficos asesinos. No hay efectos especiales espectaculares: solo los necesarios. La detallista escenografía ya es lo bastante impactante. Las escenas, sin embargo, no nos retratan ni víctimas reconocibles —solo insinuadas— ni tiroteos ni rescates especulados de ningún tipo; nada truculento y ningún recurso fácil. La filmación es como una enorme elipsis de unos hechos por todos conocidos, por eso permanentemente presentes, empezando por las imágenes del asesino, que son las reales del juicio y, por lo tanto, siempre escorzadas, nunca de cara. Así no se lo hace más protagonista de la cuenta y se subraya el choque emocional de los nórdicos —y también del resto de personas civilizadas.

La miniserie va de los sentimientos de dolor, de frustración, de incredulidad y de una rabia profunda, que traspasa el corazón y que cada uno mal lleva en las diversas vidas cotidianas, ajenas a la masacre de los distintos protagonistas; vidas que se resaltan mucho. La rabia de los supervivientes, de la ciudadanía espectadora, incrédula ante lo que estaba sufriendo, es de lo que, al fin y al cabo, va esta obra maestra: de rabia por las pérdidas, de rabia porque el sistema que se cree todopoderoso —y que es un modelo legendario para el resto del mundo— falla estrepitosamente, con unos errores muy similares a los que sufrimos en nuestra realidad. Un sistema tan autoconsiderado seguro que, de hecho, ni se protege.

En consecuencia, también va de capacidad de análisis y de crítica que no son bien vistos ni por el sistema ni por mucha gente. La serie está llena de imágenes, de miradas y de algún diálogo que deja helado al espectador y moralmente desmenuzado. Todo eso sin dejar de plantear una enorme interrogante: ¿por qué la extrema derecha con sus supercherías, como la de la complicidad del sistema para entregar Europa a la islamización, campa libremente? Un interrogante que no tiene respuesta, pero que avanza. Asalta, pues, al espectador en su confortable sofá una pregunta, en medio de tanta devastación: ¿los errores del sistema o una parte de estos tienen algo que ver con las atrocidades de la extrema derecha? El asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 también plantea un interrogante similar. En fin: de visión inexcusable.

Ahora la primera de las películas aludidas. La primera va también de terrorismo. Pero terrorismo de Estado. Según mi opinión, un documento cinematográfico imprescindible. Así es The Mauritanian (2021), presentada, primero, por MovistarPlus y hace relativamente poco por TV3. Estamos ante una cuidadosa, esmerada y nada demagoga peli que va del verídico sufrimiento del mauritano Mohamedou Ould Slahi, quien, entre una cosa y otra, a pesar de haber ganado en 2008 el recurso contra el gobierno americano, no salió de Guantánamo (GTMO, en clave oficial) hasta 2016, donde fue huésped —es un decir— desde 2002. La vida da historias que los narradores no pueden imaginar.

Con bien colocados flashbacks, de la vida predetención, es la herramienta que permite al protagonista sobrevivir a la tortura sistémica de la detención con aislamiento en, irónicamente, un paraíso caribeño. En paralelo tenemos una doble historia procesal, la de la defensa y la de la acusación. Dicho esto, la peli está basada en las memorias de Slahi (Guantanamo Diary, 2015), que publicó antes de salir del rincón cubano, que todavía los norteamericanos pretenden ajeno, en principio, a su jurisdicción. Un fraude constitucional y legal en toda regla. Con este material tenemos un guion magistral en manos de los tres acreditados: Michael Bronner (en la vida civil M. B. Traban), Rory Haines y Sohrab Noshirvani. Una muestra: la conversación en el bar del aeropuerto de Guantánamo entre la defensora y el fiscal; sintética, brillante, dura, pero sin sangre personal. Lástima que no salgan los interrogatorios que llevó a cabo en la realidad el expolicía de Chicago Richard Zuley, con un historial idóneo para hacer juego con el presidio isleño. Pero seguro ha inspirado algunas de las escenas más crudas.

La dirección es del escocés y oscarizado Kevin Macdonald, con un currículum de nivel en la dirección de documentales y de ficción. Estamos ante una producción multinacional (RU, Sudáfrica y Mauritania, capitaneada por la BBC), sin presencia oficial de productoras norteamericanas, que cuenta entre sus productores ejecutivos al propio coprota (el fiscal militar), Benedict Cumberbatch como el coronel Stuart Couch. Jodie Foster, también oscarizada, como Nancy Hollander, es su oponente procesal, al ejercer la defensa legal del detenido. Es socia de un despacho de abogados de Nuevo México que, como es habitual en los EE. UU., ejercen pro bono, dentro de unos límites. Fue abogada también de Chelsea Manning y es miembro del ACLU (la Unión Americana de Derechos Civiles, en inglés). El tercer prota, que de hecho es el primero y sobre quien pivota la peli, es el propio Slahi, encarnado por el francés Tahar Rahim, el hombre de las mil caras y que empieza a ser imprescindible en las buenas pelis y series. Los tres son simplemente sublimes; la tarea de Foster fue galardonada con un Globo de Oro. Finalmente, destacar una primordial banda sonora obra de Tom Hodge.

La última pieza de estas pantallas. Enlaza con lo incomprensible que resulta revivir el nazismo —apaciguado o no— sabiendo como sabemos lo que llevó a cabo. Por esta razón hace falta (re)ver una más que agradable sorpresa: La canción de los nombres olvidados (The song of names, sin forgotten!), 2019, 1 h. 53', de la mano de NetflixES. El título original de esta peli canadiense es el apropiado. Sin espóiler, es un filme que va de los sentimientos de culpabilidad por un hecho del cual no eres ni puedes ser culpable, pero que te sobrepasa: sobrevivir al Holocausto. Una historia que dura cinco décadas, antes de la guerra, en la posguerra y en una actualidad de anteayer.

Una sabia combinación de flashbacks —aquí la elasticidad de la línea temporal es un elemento central de la escritura de la historia— nos va revelando por qué los sentimientos nos pueden atormentar o liberar y son al mismo tiempo el motor y el fin de la vida. Basada en la exitosa novela homónima del polifacético Norman Lebrecht, traducida a la pantalla por el acreditado Jeffrey Caine, la ha dirigido François Girard, apasionado por la música, como demuestra su trayectoria fílmica y teatral, música que aquí tiene un papel primordial. Los protas adultos, Tim Roth (como Martin Simmons) y Clive Owen (como Dovidl Rapoport), quedan empequeñecidos por Misha Handley y Luke Doyle, que los interpretan de maravilla en su infancia. Del resto de adultos, Catherine McCormack, como Helen, la mujer de Martin, cumple; sobresale, dotando a su personaje de una naturalidad que fluye como si nada, Stanley Townsend como Gilbert Simmons, padre de Martin y promotor musical. Nada en esta peli es gratuito ni resulta sentimentaloide. Ayuda una enorme banda sonora —con la canción original que da nombre a la peli— de Howard Shore, a uno de los puntales actuales de la música para cine.

Bien. Aquí acaba por esta temporada mi aportación personal, ni ortodoxa ni heterodoxa, personal, de lo que hemos visto o hemos podido ver en la TV durante 2021. Lamento omisiones de algunas referencias que no puedo añadir. Así también me ahorro las divergencias, en algún caso radicales, de la crítica oficial respecto de algunas producciones y rapapolvos más que merecidamente unánimes a falsos grandes productos, a los que ya se les ve el plumero desde el minuto uno.