Queridos lectores,
Esta columna querría ser un reportaje o incluso un manifiesto, pero irremediablemente es una carta desesperada de socorro: ayudadme, por favor, ya que hace una semana que vivo atrapado dentro del Diccionari Etimològic i Complementari de la Llengua Catalana. He recaído. Hace dos años, cuando el Institut d'Estudis Catalans y la Fundació Pere Coromines digitalizaron el Onomasticon Cataloniae, pasé días sin ducharme ni cocinar, comiendo puñados de nueces y pasas, mientras leía con fruición la explicación etimológica de los nombres propios catalanes. Finalmente los Mossos me rescataron después de una llamada de mi madre avisándolos de mi desaparición, dado que hacía cinco días que no le cogía el teléfono. "Has sufrido el síndrome de Estocolmo y has acabado adorando a tu secuestrador", me dijo la psicóloga del SEM que me atendió, pero el problema es que mi secuestrador era Joan Coromines y que hace siete días volvió a aparecer en escena, esta vez con la digitalización del DECat.

Al saberse la noticia, mi entorno familiar y laboral tembló. Jofre Llombart mismo, mi jefe, intentó escondérmelo a fin de que no me distrajera del trabajo, pero los esfuerzos han resultado inútiles: hace cuatro días que no paso por casa, durmiendo pocas horas y caminando con ojeras de oso panda por la Diagonal mientras no paro de consultar la versión en línea del Coromines, ni siquiera cuando me detengo en los semáforos en rojo. A la doctora no le gustará saberlo. Me tiene prohibido acercar la vista al Alcover-Moll y al Diccionari de sinònims – Albert Jané, ya que acercarme demasiado es entrar en una espiral destructiva y en la cual pierdo el mundo de vista. Un día osé buscar "deport" en el DCBV sobre las nueve y media de la mañana y a las seis de la tarde todavía estaba perdido allí dentro, haciéndome pajas mentales con el hecho que Ausiàs March ya utilizara la palabra en el siglo XIV con la misma acepción deportiva y lúdica con que la utilizaba mi abuela, que era de aquella quinta que aprendieron a multiplicar en catalán durante la Segunda República pero a quien la guerra los obligó a aprender a dividir en castellano y en plena dictadura.

El único diccionario que puedo consultar sin riesgo de sufrir una nueva sobredosis lexicológica es el DIEC, quizás porque es tan frío y científico como la mesa metálica de una sala de autopsias. No sé si mi relación tóxica con la filología me matará, pero sé que es una mezcla de amor y dolor a partes iguales, más o menos como el matrimonio de Maradona o Carles Sabater con la dama blanca. Siempre he creído que mi fascinación por las palabras nació lejos de una biblioteca o un aula, sin embargo: en la viña, concretamente el verano del año 2004 en que trabajé por primera vez haciendo la vendimia en mi pueblo. Tenía dieciséis años y durante las ocho horas de jornada laboral no paraba de sentir palabras para mí nuevas, como por ejemplo semal, escocell, mossènyer, rabassó, entrellaques, passada o esmagencar. Entre los que vendimiábamos había gente que no era del Penedès, sino de la Conca de Barberà, el Alt Camp o el Baix Llobregat. A diferencia de nosotros, que llevábamos camisetas viejas de Skalariak y pantalones de chándal, ellos eran hombres que iban a collir con camisa de cuadros o pantalones de pinza, y que sobre todo discutían todo el día. "Què collons esclafar el raïm, carallot, es diu pitjar, que sembles pixapí!", le decía uno de Santa Coloma de Queralt a otro de Torrelavit.

Yo aguzaba el oído, fascinado, mientras empezaba a replantearme la opción de no estudiar el grado medio de Deportes en el cual me había matriculado, acabar haciendo bachillerato y, quién sabe, estudiar algún día Filología Catalana. Así fue, por suerte, pero en una de las primeras entrevistas de trabajo que tuve, en una librería del centro de Barcelona, se sorprendieron que en la experiencia laboral figurara 'vendimiador' como primer trabajo de mi vida. "Veo que has hecho prácticas en una librería, que has sido monitor de teatro y que eres entrenador de fútbol sala, por lo tanto sabes tratar con la gente, pero de cara al futuro te recomiendo que no pongas eso de la vendimia, ya que no tiene demasiado valor informativo para los de recursos humanos", me dijo la boba que no me contrató. Me habría gustado explicar que sin aquel primer trabajo, durante tres duras y calurosas vendimias, yo no sería quien soy y no comprendería, sobre todo, que los campesinos son los recursos humanos que cuidan de los recursos naturales que nos ofrece la tierra.

Días antes de la aparición del DECat digitalizado y de recaer en el laberinto filológico en el cual ahora vivo, dos amigos que hacen de campesino en el Pla, Ricard Vallès y Jordi Arnan, me explicaron cenando que estaban hartos de todo. "Mira, te pongo en el grupo de whatsapp de campesinos que se ha creado, sin control ni liderazgo de los sindicatos, y fliparás". Entré, en efecto, pero era una olla de grills. Durante dos días leí tantísimos mensajes que los nueve volúmenes del Coromines me parecen una tontería al lado de la cantidad de información, proclamas, quejas, esperanzas y agravios por minuto que mis ojos captaron en escasas 48 horas. "No quiero pasarme más horas en el despacho que en el corral", decía uno quejándose de los procesos burocráticos cuándo tienen que llevar a cabo, imperativamente, a los agricultores. ¡"Estamos secuestrados por el papeleo, a tomar por el culo todo"!, le leí a otro en un mensaje replicado con una decena de comentarios diciendo "+1000".

Me habría gustado continuar dentro de aquel grupo y hacer alguna crónica de las protestas, pero no he podido. En vez de eso, quien ha sufrido un secuestro soy yo. No en manos de la Unión Europea, las cadenas de supermercados que compran fruta y verdura procedente de la otra punta del mundo o los grandes lobbies empresariales de macroexplotaciones agrícolas que chupan el trabajo de nuestros campesinos como si fueran sanguijuelas, sin embargo. A mí me ha secuestrado Joan Coromines, pero gracias a él he entendido que 'pagès' es una palabra que deriva del latín tardío 'pagensis', que quiere decir 'el que vive en el pagus, en el campo'. De aquí se perpetuó en occitano 'pagès' y en francés 'paiis', primero con el sentido del latín clásico agrícola, pero después sustantivado en Francia con aplicación a la tierra de los campesinos, le paiis, que pronto designó la palabra pays del francés moderno, 'país, región,' que así nos llegó a nosotros, pedido prestado país. Eso quiere decir que 'campesino' y 'país' comparten la misma raíz.

Por eso esta columna querría haber sido un reportaje o incluso un manifiesto, pero irremediablemente ha acabado siendo una carta desesperada de socorro, aunque distinta a la que he empezado a escribir. Esta carta no es solo mía, pues, sino que indirectamente lo es también de los responsables que veinte años después de aquella primera vendimia llena de palabras nuevas, hoy yo pueda decir que 'trabajo' siendo escritor. Hoy, ellos son los responsables de una cosa más importante todavía: que cada día en la mesa tenga un plato de carne, pescado o verdura, una botella de vino, una aceitera y que más allá de la ventana, al final de la calle, vea una viña recién podada, una granja de corderos y un campo de olivos que ya estaba allí hace dos siglos, o quizás tres, o quizás siete, cuando alguien que seguramente era campesino ya decía las mismas palabras que recogió Joan Coromines y mi país, que es este trozo de mundo, ya era entonces el país que sin campesinos, y sin diccionarios, sería menos país.