Cuando pesco declaraciones de Gabriel Rufián en la televisión, me doy cuenta de que el portavoz de Esquerra en el Congreso de los Diputados (continuaré con la forma ancestral de referirme a él, lo siento por los wokes) es uno de los políticos catalanes que menos ha sufrido físicamente los estragos del procés y su posterior diarrea de renuncias. Gracias a vivir apartado del ruido barcelonés y al hecho de haber ganado bastante pasta para ir arreglado por el mundo, a Rufián incluso se lo ve más joven que cuando venía de Sumar y Catalunya era tierra de macromanifas. Pero la progresión en la imagen no es solo imputable a la cosa material; Oriol Junqueras fichó al colomense cuando los republicanos necesitaban sangre española para ampliar la base de indecisos y alejarse del fantasma racial de Heribert Barrera; después de malbaratar el 1-O, Rufián solo se podía convertir en un pragmático con más glamur estético que Joan Ridao.
En el nuevo contexto de intento de pax autonómica, hay que reconocer que Rufián ha cumplido la misión encomendada por Junqueras de sustituir la influencia convergente en la capital del reino. En este sentido, y puestos a ser pragmáticos, es lógico que Rufián encendiera la militancia republicana con la propuesta de crear un nuevo bloque progresista en el Estado que podría calcar la experiencia europea del partido. Consciente de que su formación y el mismo Junqueras no lo verían con buenos ojos, Rufián ya presentó el invento con una cierta ambigüedad irónica, apelando a un espacio "plurinacional de verdad, no creado desde una universidad de Madrid con antenas rotas con respecto a Euskadi y Catalunya" —lo traduzco, que no forme parte del universo podemita— e ideológicamente formado por una ensalada de "socialistas, independentistas, autodeterministas, federalistas y confederalistas, me da igual".
Tiene cierta gracia que los más indignados por la propuesta de Rufián hayan sido precisamente los convergentes, quienes han acusado al virrey republicano de vender la moto utilizando el lenguaje "periférico" que tanto excita a las élites madrileñas. Eso puede ser más cierto que el Teorema de Pitágoras, pero es de cachondeo que sean precisamente aquellos que más han vivido de esta retórica los que ahora se pongan estupendos con las palabras. Pero eso forma parte de la disputa descafeinada de cada día; lo importante de aquí es subrayar el primer enfrentamiento de Rufián y Junqueras (¿reedición de las ambiciones de Miquel Roca en la capital que chocaron con el quietismo pujolista?). Diría que Oriol —quien se ha comido la propuesta aduciendo que "es muy difícil de implementar" porque la dinámica electoral española no es la europea— busca evitar que ERC quede horripilada en una hipotética futura mayoría de la derecha.
Estamos en una reedición de la política de los noventa, donde ahora ya nadie puede disimular que no tiene poder para hacer mucha cosa. El Estado sigue implosionando de crispación y judicialismo y, lógicamente, Catalunya tampoco puede prosperar en el sistema autonómico
Ciertamente, si los conservadores avanzan hacia la Moncloa y España acaba como la mayoría de los países europeos del mundo, la opción de Junqueras parecería ganar peso. Dicho de otra forma, con un Gobierno de Feijóo y Abascal que no ganara de calle en las elecciones y una oposición del PSOE sin Pedro Sánchez, Esquerra podría acabar desdibujando su perfil político en una España donde quién sabe si el bipartidismo se uniría a la alemana, todo ello teniendo que sobrevivir en una macedonia que incluiría a buen seguro EH Bildu, el BNG y quien sabe si Compromís (también alguna antigua cara del PSC, que en eso Esquerra siempre ha sido bastante hábil). Rufián, por el contrario, fiaría el destino político de Esquerra a Pedro Sánchez para convertirse en eso que los cursis llaman "una bastión del antifascismo" y los republicanos acabarían de matar a Convergència como única interlocutora catalana con el kilómetro cero.
Si alargamos la imagen del antiguo binomio Roca-Pujol y en caso de que Sánchez consiga sobrevivir, no sería extraño revivir muy pronto la polémica ancestral sobre si es necesario incluso colar algún ministro republicano en el Gobierno. En definitiva, Esquerra está perpetuando las dinámicas convergentes; la diferencia, no obstante, es que, mientras Durán i Lleida hacía de las suyas en Madrit, Pujol tenía la presidencia de la Generalitat como bastión político. Por mucho que le pese, hoy por hoy Junqueras no tiene ningún tipo de poder y Esquerra difícilmente podrá pactar con Sánchez aun recuperando su antiguo tope electoral en Catalunya. Estamos, para decirlo lisa y llanamente, en una reedición de la política de los noventa, donde ahora ya nadie puede disimular que no tiene poder para hacer mucha cosa. El Estado sigue implosionando de crispación y judicialismo y, lógicamente, Catalunya tampoco puede prosperar en el sistema autonómico.
Las cosas se clarifican muy lentamente pero, cuando menos, se clarifican y eso es buena noticia para el independentismo. A su vez, las alternativas al procesismo que repitan las dinámicas del pasado no tendrán suficiente fuerza para alzarse en nuestro país, por mucho que tengan un buen momentum electoral y prometan recuperar la Catalunya pura. Eso, ciertamente, también es una buena noticia. A menudo, incluso en el mar espantoso del aburrimiento podemos darnos alguna alegría.