He empezado un libro y quisiera aprovechar el verano para compartir con vosotros el inicio el primer borrador

Hablado con Micó de mi triste futuro en la Universidad. Con la eficiencia que se le conoce, me ha citado a las ocho y media de la mañana para decirme una cosa que ya sabía, que las inscripciones de periodismo bajan.

- El equilibrio se ha roto y ahora mismo no tengo clases para un periodista como tú, que no tiene miedo de enfrentarse al poder para decir lo que piensa.

El clima se ha vuelto tan vil que los cínicos ya no tienen que hacer, ni siquiera, el esfuerzo civilizatorio y creativo de intentar decir la verdad sin insultar la inteligencia de la gente. He hecho la llamada en el patio, para intentar ablandar la mala leche con el perfume del jazmín, que estos días es empalagoso. De vez en cuando, una corriente de aire me llevaba el olor seco de las rosas y enjugaba el exceso de pornografía.

Dicen que cuando nos morimos la vida nos pasa por delante. Yo sabía que Micó enterraba mi vida de académico porque, poco a poco, me volvían las imágenes de los veinte años que he pasado intentando sobrevivir en la Universidad. Cada frase suya, amable y protocolaria, era un recuerdo nuevo y otro golpe de pala que caía sobre el féretro de mis ambiciones de hombre pacífico y convencional, en un cementerio suavizado por la magia de la primavera.

Ahora que el físico de la gente que tiene poder da tanta información sobre la situación política, recuerdo la impresión que me causó su cuerpo el día que lo conocí. Aquella nariz de pájaro tropical, colgada de un cuerpo reptiliano, delgado y resistente, me pareció propia de un animalito capaz de escaparse por cualquier rendija, y quedar atrapado, en el instante decisivo, por un ataque piedad o de hedonismo.

El doctor Micó es un hombre que se podría encontrar en las situaciones más oscuras, pero que, en última instancia, no añadiría nunca un extra de crueldad a sus obligaciones. Esto ha hecho que lo respetara, sin dejar de estar atento a sus pequeños desprecios, que en el fondo siempre han sido recíprocos. Además, se casó con una estudiante de mi promoción, Cristina Buesa, una chica inteligente y llamativa, que tenía la sangre que a él le faltaba.

No sé qué debe hacer ahora, mi amiga Buesa; tengo que mirar su Twitter. Quiero ver qué ha hecho de su vocación y de su fuerza de bulldozer. Veo que su marido, o exmarido, ahora todo dura menos, escribe textos de teoría del periodismo en castellano, con un contenido oscurecido por las circunstancias. Aunque las estrellas del mundo digital hagan creer lo contrario, la personalidad y la opinión se han vuelto un lujo. Todo trabaja para adueñar las máquinas en los debates potencialmente conflictivos, sobre todo en los debates que enfrentan a Madrid y Barcelona, que son los más profundos de la Unión Europea.

Este periodismo de ciudades deshechas, donde el remordimiento y la derrota han cicatrizado en un tipo de cinismo automático y pueril, era el periodismo que mi facultad quería superar cuando yo hice la inscripción. No sé cómo se lo montarán los sabios que me acaban de defenestrar para volver a atraer a los jóvenes. En los últimos años, la mentalidad de oficinista ha sustituido la épica barata de los veteranos antifranquistas que aprendieron el oficio bajo la dictadura. Poco a poco vemos que sin violencia las cosas también se pueden destruir. El secreto son las prioridades.

Con el periodismo que se enseña en Catalunya no se puede organizar una democracia sólida y, por lo tanto, tampoco hay peligro que se haga un referéndum —o una política que no sea un simulacro—. La culpa de lo que le pasa al periodismo y a la universidad no la tienen solo las directivas europeas o los rascacielos corporativos. También la tiene la orientación que ha tomado Blanquerna desde 2010 —desde que La Vanguardia sale en catalán y Convergència dice que es independentista—. Cuando éramos becarios, Francesc Canosa siempre me decía que, un día, vería al segurata de la entrada fumándose un puro en la silla del decano. Al final ha pasado una cosa más sutil y quizás más bestia.

El señor Carbonell fue mi primer profesor en la facultad. Un lunes a las ocho de la mañana de finales de siglo XX entró en el aula 201 y se puso a dar clase sin molestarse en acallar a los alumnos. Yo venía de la universidad pública. Estaba acostumbrado a escuchar clases aburridas, pero serias, los profesores de historia tenían pretensiones, se pensaban que eran importantes para la educación de las personas. De entrada pedí silencio a los estudiantes de mi alrededor, después me limité a observar el oficio de aquel señor marchito, que impartía la lección con una indiferencia burocrática de novela kafkiana.

Si alguien me hubiera dicho que aquel maestro prematuramente envejecido era un pez gordo del PSC y que llegaría a convertirse en decano, me habría puesto a hablar más que los otros. Carbonell es casi tan alto y tan delgado como Micó, pero es tan flemático que a veces parece que por su cuerpo no pase la electricidad. Micó viene de Valencia, que ya sabemos que es un Vietnam; Carbonell es un cortesano de la Barcelona que manda, ha salido de esta Catalunya rica y vacía, que ha convertido el aburrimiento en un negocio y una armadura protectora.

Carbonell y Micó son dos figuras periféricas en mi mundo, pero hacen buena pareja para empezar a contar cómo la universidad me cambió la vida. Carbonell bebe de la hipocresía de las élites europeas, es una reminiscencia del imperio hispánico soñado por los catalanes; Micó se alimenta del olvido y de la miseria de los pueblos vencidos del continente. Entre estos dos mundos, España y Europa han ido desertizando el espacio que habitaban las masas de hombres libres dispuestos a creer en algo que no se pueda destruir con un estigma o con un algoritmo —por decirlo en el lenguaje corregido de la época—.

La última vez que pasé por el despacho de Carbonell, se le escapó, mientras me hacía un café en la Nespresso: "Yo no tengo nada contra ti". Quizás estaba influido por algún comentario de Fèlix Riera, que es un intermediario de la pasta de Micó, que no ha perdido todavía la capacidad de emocionarse. Yo tampoco tengo nada contra él ni contra ninguna de las personas que irán desfilando por esta historia de redención y renacimiento, escrita muy cerca de la muerte de tantas cosas. Las guerras no estallan por motivos personales, a pesar de que los motivos personales las empequeñezcan y las hagan más brutales.

Una de las paradojas del fracaso del proceso de independencia es que irá deshaciendo el sistema de creencias y de conocimientos que ligaba Catalunya a España. A medida que la intemperie avance, se impondrá la tentación de matar moscas a cañonazos. Para sobrevivir sin vender la herencia de los padres, tendremos que subir muchas apuestas. Yo mismo no pensé nunca que sentiría la necesidad de arrastrar a mi universidad hasta el campo de batalla. Igual que he hecho con la familia, con la universidad estaba dispuesto a defender todas las ficciones que hicieran falta. Al fin y al cabo me ha dado herramientas y mucho tiempo para aprender a escribir. 

Supongo que, a diferencia de lo que les pasa con muchos artistas del mundo que se va, mi problema personal es difícil de vender. Mi padre no era un borracho, ni un bandarra, ni maltrataba a mi madre. Mis padres se querían, pero creían firmemente en los políticos y en los profesores de la universidad que ahora intentan destruir todo aquello que ellos defendían y me han dejado por herencia. Llegados a este punto, si tengo que continuar viviendo en una guerra, prefiero que la guerra sea abierta. Puestos a hacer, prefiero que sea la historia, la que decida quién enriquece el patrimonio y quién le saca valor. 

No me sabe mal poner nombres, solo espero que si me dejo a alguien no se ofenda. Barcelona no es París, y sería una señal de decrepitud dar lecciones de periodismo y después intentar escribir como si todavía no tuviéramos Twitter.