Cuando llegué a Blanquerna los profesores se creían más sexis de lo que eran, pero todavía no habían cruzado el Rubicón del desengaño. La fama exagerada que tenía el periodismo los hacía sentir muy seguros y les daba un entusiasmo enternecedor, que se notaba que no habían encontrado ni en el dinero ni en las señoras. El edificio era nuevo y los alumnos eran más ricos y guapos que sus maestros. Los recursos parecían a disposición de las ideas buenas y, si hacía falta, también de los chistes excéntricos. La biblioteca estaba junto al bar, separada por un vidrio, porque alguien había pensado que era bueno que los estudiantes empezaran a avezarse al dinamismo ruidoso de una redacción.

Blanquerna tenía un ritmo deportivo, y estaba en las antípodas del ambiente casposo y burocrático que había conocido en la facultad de historia. Los profesores tenían ambiciones y ganas de influir en los alumnos, incluso de tratarlos como amigos. Los alumnos estaban contentos, compraban buenos perfumes y se vestían a la moda. El dinero de la familia se exhibía, no se disfrazaba con postizos bohemios o idealistas. A veces, alguien se quejaba de que el espíritu competitivo envenenaba el compañerismo natural de los jóvenes. Pero la facultad era un entorno seguro y la lucha por la vida se reducía a un simple esfuerzo estético para ser más guay o para caer mejor a algún profesor. 

Los estudiantes eran divertidos y consumistas, a menudo de este consumismo histriónico posmoderno que ahora nos devuelve las facturas. En este aspecto, parecía que la diferencia entre el mundo catalán y el mundo castellano se iba desvaneciendo entre las sombras del pasado, como el conflicto político con España. El segundo lunes de clase un chico que se llamaba Pablo me contó que había invitado a sus amigos a beberse la bodega de Riojas de su padre, y que le había cogido el BMW a escondidas. Riendo, me contaba que había estampado el coche en una rotonda, cuando volvía de comprar cuatro cosas para picar. Mientras él se reía, yo pensaba en una chica de la facultad de historia que vivía en una casa modernista de la calle Anglí y que iba vestida como una okupa.

La había conocido 5 años antes en un andén de los ferrocarriles, cuando hacía primer curso de historia en la Universidad de Bellaterra. Supongo que le gustaron mis cabellos de músico porque me pidió si tenía papel para hacerse un porro. Como pasa a los 17 años, enseguida nos explicamos los problemas y al cabo de un par de horas ya habíamos decidido que pediríamos el traspaso de nuestro expediente a la Universidad Central, que nos quedaba más cerca de casa. En pocos días lo dejamos zanjado y volvimos a nuestros horarios y a nuestra vida. Aun así, si me veía esperando el autobús en la parada de la Diagonal, paraba el coche y me llevaba a casa con su SEAT.

De repente, aquella chica me pareció de otra época, como una aristócrata rusa del momento álgido del comunismo, o como una comunista en plena desintegración de la URSS. Junto al sentido del humor de Pablo, toda la universidad de Historia me pareció de otro tiempo. No solo los profesores que había conocido, también Helena y su proyecto de marido igual de rubio y de simpático que ella. O las letras que había escrito para el grupo de música, mientras estudiaba la Revolución Francesa. Incluso Maricarmen, que no tenía nada que ver con la universidad, me empezó a parecer fácil de olvidar, a pesar de que la primera chica que ves desnuda permanece en la memoria como una especie de Eva.

En Blanquerna parecía que todo fuera posible y que todo estuviera para estrenar. La fama del periodismo era un paraguas tan grande que todo el mundo que trabajaba o que estudiaba se sentía parte de un futuro mejor, cuando no directamente una voz de la vanguardia. La lengua parecía que estaba a punto de librarse de las derrotas del país de una manera que todavía no se veía ni en la prensa ni en la tele. Era como si la caída del Muro de Berlín que estaba transformando Europa empezara a notarse finalmente en Catalunya. El Periódico había sacado su edición en catalán y ya se veía que las predicciones más optimistas quedarían cortas.

La mayoría de profesores de la facultad venían del Diario de Barcelona y del Observador, dos cabeceras fallidas, que habían durado poco y que no habían tenido ninguna influencia en el país. La primera era un invento socialista, pagado por la Diputació, para mirar de rematar el Avui, mientras que la segunda había sido un encargo de Jordi Pujol a Lluís Prenafeta para mirar de parar los pies a Miquel Roca y La Vanguardia. Ahora veo que los dos partidos hegemónicos pusieron los pobres damnificados de su guerra estéril en una jaula de oro. Supongo que se trataba de mirar de contener las rivalidades de los partidos a través del periodismo, antes de que la cosa no saliera de madre, como pasó en 2005 con el Estatut.

En aquel momento no se me habría pasado por la cabeza ver a mis maestros como bichos de piscifactoría, prematuramente castrados por los juegos de poder de los partidos autonómicos. La burbuja de curiosidad y de abundancia que había generado la creación de la facultad, resultaba tan exótica, tan contraria al proceso de embrutecimiento espiritual que fomentaba la política, que tenía valor por ella misma —para quien quisiera aprovecharla—. Yo la aproveché durante muchos años sin sospechar que era una simple tapadera de la malla autonomista, una escena más del crimen.

A pesar de que no me pasó por la cabeza ver a mis profesores como víctimas de nada, sí que percibía una nota reprimida en su energía sexual que no sabía dónde poner. Los miedos que escondían detrás del prestigio del gran periodismo me recordaban a las derrotas del país, ni que fuera por contraste con la vitalidad ingenua de los alumnos. Yo he visto unas cuántas vacas sagradas del periodismo con jerséis gastados y anchos, como estos que llevaban las chicas de la facultad de historia que no estaban cómodas con su cuerpo, o las amigas de mi instituto que iban de monjas. Como ya se verá más adelante, a medida que algunas patums del periodismo refinaron su manera de vestir, también fueron disolviendo su personalidad en el caldo de cultivo autonómico.

El regusto sutil pero discordante que esta nota sórdida ponía en la dinámica hedonista de la facultad me hacía sospechar. Seguramente hizo que no me diera del todo, ni a los amigos nuevos que iba haciendo ni tampoco a los profesores que me hacían gracia, y que me encerrara en la lectura. Cuando alguien preguntaba "dónde está Enric" siempre había algún compañero que sabía que tenía que responder con una punta de desprecio irónico: "está leyendo los clásicos en la biblioteca". Si quería ser mejor que el chico de los hierros en la boca, y no acabar insatisfecho y reprimido como la gente de mi entorno, tenía que recuperar el tiempo perdido. Como la mesa de lector que ocupaba tenía una vista privilegiada sobre el bar, siempre sabía quién hacía campana y quién iba a clase y era fácil de encontrar.