(...) La cuestión es que, cuando llegué a periodismo, mi relación con el catalán era tan pobre, y tenía tanto margen para mejorar y para refinarse, como mi relación con las mujeres. La primera novia que tuve en Blanquerna me caía tan bien, pero tenía un físico tan peculiar y tan fácil de escarnecer, que cada vez que la veía el corazón me daba un vuelco. Núria me regalaba libros de autores españoles para animarme a escribir y a mí me faltaban las palabras para dejarla o para poder quererla tranquilo. Me parece que es un buen resumen de la selva que he asfaltado a medida que he ido dominando mi lengua.

Cuando llegué a Blanquerna, ya hacía tiempo que había dejado de buscar en la universidad el paraíso de inteligencia y de relaciones interesantes que mi madre me había pintado en el autobús. No me puse a estudiar periodismo para sentirme sexy. Me apunté a la facultad porque tenía la intuición que el hecho de saber escribir me echaría una mano en un entorno que me parecía demasiado lleno de gente secretamente insatisfecha. Fue una apuesta a largo plazo, después de haber entendido que la música no me daría una salida.

Hay una anécdota de mis campanas con Helena que quizás ayudará a explicar las esperanzas que puse en los estudios de periodismo. Un día que matábamos las horas en el bar de historia, el chico de los apuntes vino a interrumpir, con alguna excusa, nuestra conversación sobre perros y otros animales domésticos. Llevaba la carpeta hinchada de papeles y los vidrios de las gafas sucias. Se ponía bien el fleco que le caía sobre los ojos mientras nos enseñaba las encías y los hierros de la boca como un pez fuera del agua.

Helena, que tenía esta mala leche cruel pero divertida de las chicas entrenadas para decorar escaparates, le preguntó, con su voz de flauta. "Dime, David. ¿No te gusta Maria?" Era un chico que no tenía más atractivo que la fascinación devota que sentía por Helena. Ya eran ganas de ensuciar un sentimiento bonito –pensé– ir a hacerle una pregunta como aquella. Estuve a punto de intervenir con cualquier banalidad, de lanzar algún requiebro para cambiar de tema. Pero estaba tan seguro que el chico intentaría esquivar la pregunta, y tenía tanta curiosidad para ver como salía de aquella, que no dije nada.

El chico de los hierros de entrada quedó pasmado y se puso rojo. María era amiga suya, se sentaban juntos en clase y, como él, llevaba los apuntes al día. "Va, dime David, ¿no te la follarías?", repreguntó Helena con una socarronería violenta que me cogió fuera de juego. De repente, me di cuenta de que María tenía un cuerpo fibrado y esbelto, más bonito que el suyo, pero la cara estropeada por el acné hasta un extremo irreparable. La imagen del cuerpo de María, con los tejanos muy ajustados hasta el ombligo, me estalló al cerebro en el mismo instante que nuestro amanuense decía con voz de mosquita muerta:

- Si pudiera ponerle una almohada en la cara, pues claro que sí.

Puede parecer que dramatizo, pero en aquel momento empecé a tomar conciencia de que estaba en peligro. Empecé a entender que me tenía que refundar de arriba a abajo, que no es una cosa que se entienda de un día para otro. Me di cuenta de que el mundo oscuro que intuía más allá de las palabras no era ninguna visión alucinada y, sobre todo, que no era culpa mía. Empecé a percibir la selva que horrorizaba a mis padres, a mis abuelos y a mis maestros. No solo la selva objetiva, también la selva imaginada, la película de terror que intentaban mantener a raya.

Empecé a ver que mi supuesto pesimismo, enfermizo o misántropo, era un simple mecanismo de autoprotección. Me di cuenta de que me habían educado para ir cantando al matadero, y que yo, mi familia, y todo mi país se habían enterrado bajo un blando de afectaciones y complacencias para protegerse del dolor de sentirse condenados. Empecé entender por qué siempre había ninguneado las canciones que cantábamos en la escuela, y por qué el rock catalán no me convencía. Lo escribo de una manera demasiada sofisticada para mis capacidades de aquel momento, pero lo sentí así: empecé a darme cuenta de que era como un negro de los Estados Unidos, pero sin el consuelo enriquecedor que da el Blues.

Aquel chico feo y acomplejado estaba más preparado que yo para aceptar el sentido trágico de la vida y, por lo tanto, para sobrevivir. Quizás lo tenía más fácil porque su capacidad de ser brutal se aguantaba sobre la necesidad de las personas que me habían educado de pasar por buenas o por inofensivas. Quizás la seguridad de los españoles se ha construido sobre los miedos de los catalanes, como pasa con los ricos, que pueden ser no solo más insolentes, sino también más insolventes gracias a los pobres. La cuestión es que no era solo un problema mío de ingenuidad. Me habían educado para ser una presa fácil y tenía que romper el molde.

Tenía que aprender a hablar directamente con el animalillo que hay detrás las palabras, llevar hasta el final la intuición que hasta entonces me había alejado de los libros y los estudios. Todos los esfuerzos que hasta entonces había hecho para preservarme, para proteger el instinto de las respuestas inducidas, morirían por nada, si no me espabilaba. Una cultura se basa en la confianza que si te pasas de la raya tendrás suficiente margen para aprender y para rectificar. Pero ¿qué catalán puede estar seguro de que tendrá una segunda oportunidad si no se ata corto y se debilita, si no se corta las alas para dar la sensación que los españoles vuelan más alto?

Con la resolución del proceso de independencia se ha visto hasta qué punto el sistema de creencias que cohesiona el país está carcomido por miedos hondísimos, mucho más fuertes que las palabras. Las creencias son anteriores al lenguaje pero el lenguaje es la herramienta más sofisticada que tenemos para mantener viva la esperanza y, por lo tanto, para conseguir que sucedan las cosas que queremos que pasen. Si el lenguaje está deformado por el sentimiento que la realidad es demasiado dura para nosotros, todo el resto sube torcido. Con la tendencia a escaquearse que da la inseguridad, solo se pueden levantar castillos de cartas.

Cuando me apunté a periodismo no sabía nada de todo esto, pero puedo decir con seguridad que lo intuía. Sabía que quería utilizar la formación que mis padres no habían tenido, pero me habían podido pagar, para confrontar el mundo ante el cual ellos retrocedían de manera instintiva, como los animales ante el fuego. No me es fácil aceptar la posibilidad del fracaso, y la certeza del sufrimiento, con la deportividad de las canciones que más me gustan. Si ahora estoy más preparado para dejar atrás algunas cosas es porque hace tiempo tuve la intuición que la idea de hombre que ha hecho occidente corre peligro en todo Europa, no solo en Catalunya.

A Blanquerna llegué sospechando que si la lengua no acababa de estropearme, me llevaría problemas antes de que estuviera en condiciones de sacarle partido. El chico de los hierros en la boca me ayudó a entender que la cultura te tiene que proteger el corazón, y que me tendría que tomar la educación seriamente, para no acabar viviendo exiliado en el limbo como Peter Pan. Después de aquello, no me sorprendió que el fotógrafo de la discográfica me dijera, mientras trataba de enfocarme: "Intenta no hacer esta cara de buen chico que eres el guitarrista de un puto grupo de rock". Al hombre le parecía que mis ojos de angelito diluían la fuerza de su talento y la imagen de mi grupo.

Aquellos ojos engañaron a muchos maestros y a muchas chicas e incluso estuvieron a punto de enredarme a mí mismo muchas veces. Cuando entré en Blanquerna, los diarios vivían una época magnífica, la gente los consideraba un pilar de la democracia. Los maestros hablaban del oficio con orgullo, como si fueran la versión moderna de San Jorge. Yo era demasiado consciente del trabajazo que me esperaba para perder el tiempo en tonterías. Además, enseguida fui viendo que, debajo del barniz de muchos héroes que se creían sexis, estaba el mismo chico de los hierros en la boca que Helena me había presentado con su putería. (...)