El arranque del curso político en España confirma la degradación de un sistema que se sostiene en la pura inercia. La debilidad institucional ya no es una percepción, sino una realidad palpable: un Gobierno central atrapado en mayorías volátiles, rodeado de causas judiciales y escándalos que minan su legitimidad, y una oposición incapaz de articular una alternativa perceptible por parte de la ciudadanía. En este escenario, lo que se abre no es un horizonte de reformas o estabilidad, sino la reiteración de un modelo que vive de la improvisación y del cálculo a corto plazo. Desde Catalunya, la constatación es clara: no existen condiciones para avanzar ni siquiera en la gobernabilidad básica de un Estado cuyo gobierno está instalado en la lógica de la resistencia, y tampoco se percibe voluntad de cambio por parte de un ejecutivo autonómico condicionado por dinámicas estatales que lo reducen a la irrelevancia, una suerte de gobernador civil.
Los reiterados incumplimientos del Gobierno son la mejor prueba de este agotamiento. No se trata de simples retrasos administrativos o desajustes técnicos, sino de una falta de voluntad política real para transformar promesas en compromisos efectivos. Sánchez promete para ganar tiempo, negocia para sobrevivir, pero nunca consolida acuerdos ni mucho menos los ejecuta. Pactar con él se convierte en un ejercicio estéril, porque su palabra se diluye en cuanto cambian las correlaciones parlamentarias. Para Catalunya, esta evidencia no admite matices: no se puede hipotecar ningún proyecto político en negociaciones que no buscan soluciones sino prolongar la vida de un Gobierno desdibujado y políticamente agotado.
En España, esa incapacidad para ofrecer respuestas duraderas tiene un nombre propio: el PSOE, que en su estrategia de resistencia se ha convertido en el verdadero incubador del crecimiento ultra
La raíz del problema no es únicamente Sánchez ni su estilo de liderazgo, aunque ambos son relevantes, sino un sistema político que ha normalizado la parálisis. El Partido Popular, lejos de convertirse en una alternativa seria, se limita a capitalizar coyunturalmente el desgaste del Gobierno sin ofrecer soluciones ni construir las adecuadas dinámicas que propicien un cambio de ciclo. Y en ese vacío crece VOX, que se presenta como la voz de la contundencia frente a la impotencia de los demás, al tiempo que sus imitadores catalanes encuentran eco mediático ocupando titulares, pese a carecer de auténticas soluciones a los problemas de la sociedad. Lo que pocos admiten abiertamente es que la extrema derecha no asciende por la solidez de su proyecto, que es débil, engañoso y contradictorio, sino por la incapacidad de los partidos para ofrecer respuestas duraderas. En España, esa incapacidad tiene un nombre propio: el PSOE, que en su estrategia de resistencia se ha convertido en el verdadero incubador del crecimiento ultra.
La paradoja es evidente: el ascenso de VOX y de sus adláteres catalanes es consecuencia directa de la debilidad socialista. La sensación de que Sánchez gobierna solo para mantenerse en pie, el incumplimiento sistemático de compromisos y la renuncia a ofrecer una salida democrática al conflicto catalán generan un clima de frustración social que empuja a sectores descontentos hacia un autoritarismo que, más allá de grandilocuentes titulares y un bien interesado y aceitado apoyo mediático, carece de cualquier solución real. La experiencia comparada en Europa confirma este patrón: la extrema derecha crece cuando los proyectos políticos serios se desgastan y cuando los partidos socialdemócratas renuncian a ejercer un liderazgo transformador. Sánchez, con su pragmatismo convertido en puro tacticismo, reproduce ese guion y refuerza a los ultras, al mismo tiempo que se presenta como la única contención posible frente a ellos.
El PSOE ha contribuido a este proceso en varios planos. En lo discursivo, ha asumido marcos retóricos de la derecha, aceptando la securitización de la política y el endurecimiento del derecho penal como respuesta a problemas sociales y políticos. En lo institucional, ha mantenido intactos los aparatos fiscales y policiales que han practicado el lawfare contra el independentismo y contra la disidencia política, renunciando a reformas de calado que garantizaran el respeto a los derechos fundamentales e incluso impulsando leyes que no apuntan en una dirección democratizadora, sino de auténtica autoprotección. Y en lo político, ha convertido la negociación en un mero recurso de supervivencia, sin voluntad de cumplir ni de construir acuerdos sólidos. De este modo, el PSOE no frena a VOX: lo alimenta. Y lo hace doblemente, porque cada incumplimiento refuerza el discurso de la extrema derecha y porque cada crisis se convierte en la excusa para presentarse como el único dique de contención frente a la amenaza ultra.
Para Catalunya, la consecuencia es inequívoca: el diálogo solo tiene sentido si al otro lado existe un interlocutor con capacidad de cumplir. Mientras el Gobierno español permanezca atrapado en la lógica de la supervivencia, cualquier negociación será un simulacro destinado a prolongar la parálisis. El independentismo no debe confundir negociación con resistencia ajena, porque esa confusión lo convierte en rehén de un sistema en descomposición. La unilateralidad y la negociación no son opciones excluyentes, sino complementarias: la primera afirma la soberanía, la segunda construye acuerdos cuando es viable. Lo que no puede hacerse es confundir una con la otra, porque entonces el único beneficiado será quien, en medio del bloqueo, promete orden a golpe de autoritarismo.
La única forma de frenar a la extrema derecha es con más democracia, no con menos. No con gestos vacíos ni con discursos de trinchera, sino con una democracia real, transparente, eficaz y garantista. Una democracia capaz de resolver conflictos, de cumplir los compromisos adquiridos y de demostrar que las instituciones sirven para algo más que para sobrevivir. Cuando el sistema se bloquea y las instituciones se reducen a escenarios de cálculo partidista —diría ya que personalista—, la extrema derecha encuentra el terreno abonado para presentarse como alternativa de orden frente al caos. En ese contexto, VOX y sus imitadores catalanes crecen no porque seduzcan con un proyecto sólido —que, insisto, no lo tienen— sino porque los demás decepcionan sistemáticamente.
El marco internacional acentúa esta necesidad. Europa atraviesa un momento de tensiones geopolíticas, migratorias, energéticas y de seguridad que relegan a un segundo plano a los Estados que no tienen estabilidad interna. España, atrapada en sus propias crisis, difícilmente podrá articular una política de Estado coherente en este escenario. Catalunya debe comprender esta coyuntura como una oportunidad: internacionalizar su causa, demostrar que su demanda de reconocimiento no es un problema interno español, sino una cuestión europea, y buscar en ese escenario los interlocutores con verdadera capacidad de compromiso.
El inicio del curso político confirma, en definitiva, una paradoja peligrosa: Pedro Sánchez, en su afán por resistir, debilita la democracia y fortalece a VOX y a quienes, en Catalunya, intentan emularlo desde el oportunismo y contando con un interesado apoyo mediático. El Partido Popular, atenazado por irracionales miedos, se muestra incapaz de articular una mayoría suficiente y de ofrecer un proyecto rápido y creíble de cambio, y se erosiona a sí mismo, dejando espacio tanto al PSOE como a la ultraderecha, que son quienes han hecho de la crispación su supervivencia y crecimiento, respectivamente. Catalunya no puede aceptar ese marco como inevitable. Su hoja de ruta debe ser firme: preservar su soberanía política, mantener la exigencia de un diálogo verdadero y condicionar cualquier negociación a la existencia de un interlocutor válido, es decir, uno que esté en condiciones de cumplir lo pactado. Lo contrario equivale a renunciar a un proyecto político y a alimentar la expansión de quienes hacen del miedo y de la agitación su único programa.
Los próximos meses estarán inevitablemente marcados por nuevos escándalos de corrupción —algunos con raíces incluso internacionales— y por la creciente erosión parlamentaria de un Gobierno cada vez más frágil. El PP, si no deja atrás de inmediato el miedo, rectifica su estrategia y apuesta por una salida imaginativa —que combine visión estratégica, valentía, neutralidad y sentido de transición, es decir, que resulte asumible por todos— seguirá perdiendo crédito y escaños potenciales. Solo una propuesta capaz de superar la parálisis actual y abrir definitivamente el camino hacia unas nuevas elecciones podrá despejar el futuro. De lo contrario, VOX y sus imitadores catalanes continuarán capitalizando el descontento y copando titulares, aunque sin ofrecer respuestas reales.
En este contexto, Catalunya tiene una responsabilidad mayor: consolidar su legitimidad institucional, reforzar su credibilidad internacional y articular propuestas democráticas claras y eficaces. Solo desde ahí podrá presentarse como la alternativa al autoritarismo y como la prueba viviente de que la democracia no se limita a proclamarse, sino que se ejerce con transparencia y responsabilidad.
Transformar la crisis en oportunidad y la parálisis en proyecto político es, hoy más que nunca, la única vía para construir futuro.