Durante años, Israel fue visto como un ejemplo paradigmático de soft power. Proyectaba una imagen de modernidad, innovación tecnológica y sofisticación cultural: un pequeño país de Oriente Medio convertido en potencia en investigación, start-ups, cine y diplomacia internacional. Aquella aura de simpatía y buenas maneras ha ido desapareciendo bajo el peso de las bombas, a raíz (sobre todo) de la desproporción entre la legítima defensa y la respuesta militar ejercida. La escena de embajadores y diplomáticos levantándose y saliendo de la sala de las Naciones Unidas durante la intervención de Benjamin Netanyahu lo decía todo. Ahora, los acuerdos impulsados por Trump para pacificar Gaza plantean la legítima cuestión de si, a veces, hay que abrir la caja del hard power para poder llegar a algún sitio. Él mismo dijo que su política de aranceles era, en el fondo, una política de paz. Sin aranceles, afirmó, nos abocábamos a una Tercera Guerra Mundial. El presidente se autopropuso para el Nobel de la Paz: él, el gran tensionador, el fanfarrón, el abusón del grupo, el que convierte los apretones de manos en pulsos de fuerza. Y parece que, esta vez, le ha salido bien. Incluso le ha salido bastante bien a Netanyahu, que finalmente se aleja de cualquier procedimiento judicial por genocidio. La pregunta legítima, pues, es: ¿funciona mejor el hard power?

Miremos el procés catalán, salvando todas las distancias: después de una etapa en la que el independentismo sedujo al mundo con urnas, sonrisas y banderas en las manos, sin tirar ni un solo papel al suelo (ya que los “tumultos” eran fáciles de construir jurídicamente), el Estado español respondió con represión, prisión y exilio: no había soft que valiera. Se impuso el hard power de los Estados, de la porra, de la judicatura, de la ley interpretada como venganza. Asistíamos, al parecer, al fin definitivo de las vías pacíficas para resolver conflictos en el siglo XXI: la ley del más fuerte prevalece, y no me busques las cosquillas. Fue después, una vez aplicado el 155 y escarmentada la población, cuando se abrieron las supuestas mesas de diálogo, los acuerdos de desjudicialización, las amnistías parciales, las grandes promesas de “resolver el conflicto”. Pero no nos engañemos: esa apariencia suave esconde la misma lógica de dominación. Es una mano tendida que nunca suelta del todo el garrote. El diálogo no ha servido para avanzar, sino para frenar, reconducir y domesticar el conflicto dentro de los márgenes que el poder estatal considera aceptables. Todo ello acompañado de una larga lista de incumplimientos y de una evidente agenda de españolización de la población catalana. Por tanto, no ha sido una de cal (las porras) y una de arena (el diálogo): ha sido una de cal y otra de cal viva.

El independentismo, si quiere volver a ser un movimiento respetado, deberá ser capaz de caer bien y también de dar miedo

Y aquí se abre el debate más incómodo para el independentismo catalán: ¿cómo gestionar ahora su propio soft y hard? ¿Puede un movimiento emancipador permitirse ser siempre suave, dialogante, institucional? Su versión soft ha tenido éxitos (ha generado empatía, ha evitado el descrédito internacional, ha puesto el foco sobre la causa y la ha legitimado), pero también ha consolidado la idea de que el independentismo no es lo bastante peligroso. Incluso, a raíz del error de no haber resistido en octubre de 2017, corre el riesgo de consolidar la imagen de un movimiento inofensivo que no merece ser tomado en serio (de ahí que el PSOE pueda permitirse incumplir a diestro y siniestro). Muchos consideran que el discurso antiinmigración es la añorada o actualizada versión hard del independentismo, pero yo lo dudo. De hecho, creo que es un discurso que nos distrae deliberadamente del tema principal. Que nos debilita, y no porque se trate de un tema tabú: simplemente, es un síntoma de impotencia (del mismo modo que lo es hablar ahora del derecho al aborto). Como no sé cómo afrontar el tema principal, o como no tengo fuerza suficiente para hacerlo, me concentro en otros debates. Asomo la cabeza y surfeo la ola, sí, pero al mismo tiempo desaparezco.

El reto no es elegir entre soft y hard, que es justo donde quieren llevarnos los bullies de la clase (que si llorones, que si victimistas, que si no basta con tener razón), sino tener una versión propia y eficaz de ambos estilos. El independentismo, si quiere volver a ser un movimiento respetado, deberá ser capaz de caer bien y también de dar miedo. Para lograrlo, no hace falta darle la razón a Trump, que no la tiene, ni tampoco a Pablo Iglesias, que todavía la tiene menos. La única condición es la eficacia: que tu soft sea eficaz, y que tu hard también lo sea (en otras palabras: tus amenazas deben ser creíbles). Dialogar y negociar no es un síntoma de debilidad, del mismo modo que ser intransigente no es una señal de firmeza por sí sola. Lo que sí es un síntoma de debilidad es no obtener resultados tangibles en las negociaciones por falta de fuerza coercitiva. Por otra parte, tampoco hay que confundir la firmeza con ser un perfecto imbécil (o un vulgar matón de esquina). Lo que hace falta es un movimiento que sea más efectivo que la versión soft y la versión hard de su adversario. Nosotros no tenemos soberanía ni poder militar, pero hemos demostrado que sabemos hacer daño. Detrás del más blanco de los lirios o de la más dulce de las sonrisas puede esconderse una cósmica (y secular) mala leche. O bien, como me decía hace poco un viejo del lugar, todo ansiolítico puede administrarse también como supositorio.