Poco a poco, los textos de Ull per ull van cogiendo la forma de un libro y estos días, inspirado por el jaleo de Twitter, o quizás empujado por la necesidad de una huida, he intentado imaginarme cómo le quedaría un prólogo. Me ha salido esto:

Siempre he pensado, a menudo con cierta angustia, que cada cual es responsable de su propia muerte. Hace años un conocido me ofreció mucho dinero para escribir un libro. Quería que escribiera sobre un accidente de aviación en el cual había muerto la hermana de un amigo. Se trataba de hacer una novela comercial que, con el éxito de ventas, sirviera de homenaje a las víctimas, pero el proyecto se encalló. Enseguida que supe cuatro cosas de la vida de la chica llegué a la conclusión que la locura del piloto suicida, que se estrelló con un centenar de pasajeros a bordo, no era el punto más trascendente de la historia. A pesar del malestar que me producía la idea, y a pesar de las razones que tenía para matizarla, y los informes clínicos que se publicaron sobre el piloto, fui incapaz de cambiar mi punto de vista.

Todavía hoy lo pienso y siento lo mismo: que aquella chica aparentemente tan prometedora, que no conocí y que no había hecho ningún mal, habría podido ser yo y que la única diferencia entre los dos es que su vida ya estaba entregada, y que me perdone la familia pero sin esta historia, el libro que he escrito no existiría. Mis padres murieron pocos años después y tampoco puedo evitar pensar que lo hicieron erosionados por la única debilidad que he temido desde pequeño. Cuando el alma no puede expresarse, el cuerpo enferma. Si el alma consigue olvidar, o la sociedad oscurece los espejos que la despiertan, el cuerpo empieza a ir perdido por el mundo hasta que un rayo fortuito lo hace enterrar. La única muerte arbitraria que estaba seguro de haber vivido, ha ido cogiendo sentido a medida que me he ido haciendo viejo.

Cuando empezaba a escribir siempre mandaba los borradores a mis amigos antes de irme de viaje. No esperaba que pasaran a la historia, era una forma de hacer saber a las personas que quiero que dejaba un trabajo a medias. Me parece que nunca sabemos del todo cuándo llegará nuestra hora por el mismo motivo que nunca estamos del todo seguros si nuestra vida tiene algún valor. De hecho, ¿por qué mantenemos los cadáveres a distancia, si no es por el miedo que nos da que un cuerpo inerte, ceroso, un cuerpo sin alma, debilite el sentido que hemos dado a nuestra vida? Cuanto más cerca vivimos del absurdo, más miedo nos da la muerte. Y cuanto más despiertos estamos, más esfuerzos hacemos para abrazarla y para integrarla a nuestro mundo.

A mí, como mínimo me ha sucedido así. La experiencia me dice que el talento solo se manifiesta cuando sentimos la necesidad de vivir a través de una ilusión que tenga fuerza para matarnos si se siente abandonada. Me llama la atención que el escritor más influyente del siglo XX, Marcel Proust, decidiera empezar su obra magna, la obra con la cual se inmoló, despertándose de un sueño. También me hace gracia que ciento años más tarde, en una Europa deprimida, su mejor imitador, Karl Ove Knausgard, empezara su viaje literario describiendo qué le pasa a un cuerpo cuando se convierte en un cadáver. Hay una relación entre los artistas y las bacterias que asaltan un difunto, cuando el cuerpo pierde las defensas.

Cuando una persona muere, su nombre propio, y sus apellidos, se separan del cuerpo y emigran hacia un universo imaginario. Cuando los catalanes morimos, nuestro nombre queda oscurecido por un velo de silencio clandestino, que en el mejor de los casos es barnizado por anécdotas misteriosas y dispersas

El objetivo del artista es transcender el tiempo y, por lo tanto, transformar la materia muerta de su alrededor en una forma nueva de vida. El arte sobrevive al paso del tiempo asaltando los cadáveres que va dejando la guadaña implacable de la parca. En Catalunya, y sobre todo en Barcelona, el trabajo del artista es difícil porque no hay nada que parezca más grande que el individuo, ni siquiera la muerte o la arbitrariedad que tan a menudo nos da la impresión que la acompaña. En Barcelona los conflictos siempre son demasiado individuales y las culpas siempre son demasiado particulares. Los nombres de los barceloneses más arraigados en la ciudad, más conectados con el espíritu de sus mejores artistas, no sirven para construir una buena historia.

Si Mercè Rodoreda no hubiera sido de Barcelona, probablemente habría bautizado su novela más famosa con el nombre de la protagonista. Si los nombres de los catalanes grabados en las lápidas de los cementerios de Les Corts y Montjuïc tuvieran realmente algún valor ejemplar, Rodoreda habría hecho como Flaubert hizo con Madame Bovary o como Tolstói hizo con Ana Karenina, o como Shakespeare hizo con Hamlet, o como Cervantes hizo con Don Quijote, o como Joanot Martorell —un catalán, este sí, pero del siglo XV— hizo con Tirant lo Blanc. En Catalunya, en definitiva, es difícil escribir ficción sin que la ficción acabe vaciada de significado por arriba o por bajo, sin que la anécdota y la categoría entren en un conflicto venenoso; sin acabar escribiendo Mariona Rebull como Ignasi Agustí. 

Supongo que tantas derrotas heredadas nos han hecho demasiado locales, y que tantas rendiciones han convertido nuestra muerte en un asunto un poco demasiado íntimo. Los catalanes hace siglos que tenemos que hacer trampitas para poder existir. Poniendo La plaça del diamant en el título, el libro de Rodoreda pudo equiparar Barcelona con Londres y París, y el lector de fuera de Catalunya pudo identificarse con el drama de la Colometa haciendo un sutil salto de escala, que dejaba en un higiénico segundo plano las peculiaridades de la protagonista. Si los nombres de los catalanes que todo el mundo conoce hoy en todas partes, como por ejemplo Rosalia o Pep Guardiola, tuvieran tanto o más valor que el nombre de los muertos de nuestros cementerios, el último traductor al inglés de Rodoreda no habría convertido a Quimet en un tal Joe.

No es casualidad que Joyce recorriera a la fama universal de Ulises, el protagonista de la Odisea, para representar un día en la vida de un irlandés, cuando Irlanda era una colonia. Lo pensé leyendo Dublineses una tarde que estaba en Alcalá de Henares con un editor que años después sería president, y que ahora sabemos que pasará a la historia por haber ordenado de hacer colgar una pancarta reivindicativa. Los catalanes tenemos que hacer mucha fuerza para poder existir a través de símbolos muy modestos y esto hace que, en Barcelona, la realidad siempre supere a la ficción. Otra trampita típica de nuestros escritores es sobresalir con los cuentos o con los dietarios, donde el simbolismo de los nombres propios y la vida de los protagonistas se puede limitar de acuerdo con las virtudes del género.

Cuando una persona muere, su nombre propio, y sus apellidos, se separan del cuerpo y emigran hacia un universo imaginario. Cuando los catalanes morimos, nuestro nombre queda oscurecido por un velo de silencio clandestino, que en el mejor de los casos es barnizado por anécdotas misteriosas y dispersas. Los catalanes no conocemos a nuestros fantasmas, ni a nuestros ídolos, ni siquiera conocemos a nuestros abuelos o padres, si vamos a ser sinceros. Richelieu decía que, como que los estados no van al cielo, se juegan toda su existencia en la tierra. A medida que la identidad de los viejos estados nación del continente colapse, el cielo volverá a coger importancia y quizás Europa y Catalunya se volverán a entender a través de un misticismo nuevo, más imaginativo y más doméstico.

Quizás entonces volveremos a creer, como antes, que hay un espíritu que mueve el mundo y que la muerte, en realidad, nunca llega demasiado temprano, incluso aunque nos coja por sorpresa. Vete a saber, quizás los maestros del futuro nos dirán, aunque ahora parezca estrafalario, que la muerte no existe fuera de nuestra imaginación porque no se puede comprar un kilo de muerte o un kilo de tiempo en ninguna parte. De hecho, si la ciencia demostrara que el tiempo es solo una manera de medir nuestro movimiento, e incluso las arrugas de la cara fueran resultado de nuestra dificultad para avanzar, la cuestión sería usar el cerebro por no pararse ni dejarse ensuciar por ningún miedo que amenace aquello que creemos que somos.

La chica del avión, por cierto, se llamaba Cristina y como muchísimos catalanes que he conocido intentó existir a través del ideal europeo. A veces, cuando los problemas me agobian más de la cuenta, su muerte me ayuda a recordar que no hay ninguna adversidad que pueda elevar el significado de una vida. Y me doy gracias a mí mismo para poder trabajar fuerte, para creer tanto en mis sueños y para procurar decir las cosas siempre por su nombre. 

(...)

I

He hablado con el Micó de mi futuro negro en la Universidad. Con la eficiencia que se le conoce, me ha citado a las ocho y media de la mañana para decirme una cosa que ya sabía, que las inscripciones de periodismo bajan.

—El equilibrio se ha roto y ahora mismo no tengo clases para un periodista como tú, que no tiene miedo de enfrentarse al poder para decir lo que piensa. (...)