El otro día, mi móvil se murió. Justo el peor día para hacerlo. La sensación de sentirse perdida sin GPS, aislada, desprotegida e incomunicada es incómoda. Y es que no podía comunicarme con las reuniones para decir que no podría llegar porque no tenía la dirección, ni me sabía ningún teléfono móvil para decir que alguien fuera a buscar a los niños. Los teléfonos fijos que conozco son los de la tienda (que en ese momento estaba cerrada por horario comercial) o los de casa de mis padres, que justamente no estaban. Por suerte, recordé que estaban comiendo con el Petràs, el de las setas, en el Via Veneto (ya sé que queda muy pijo, no lo hacen cada día), y pedí a un amable trabajador de la FNAC que me buscara el número y me dejara un teléfono. Tendré que ir a Apple Store. Mi cara era la de cuando sabes que irás a uno de esos lugares energéticamente raros. Es como ir a urgencias. Sabes cuándo entras, pero no cuándo sales. ¿Cómo puede estar siempre tan lleno? Lo peor de esas horas fue no llevar encima un libro o una revista y tener que mirar la nada. Hacía tiempo que no cogía un metro sin aprovechar para contestar los mails y me obligué a mirar qué hacían las personas que me rodeaban. Sí, ellos también estaban enganchados a la pantalla. Como tampoco tenía música, que eso me provoca mucha ansiedad, tenía que escuchar lo que decían. Un ejercicio que me hizo pensar en las horas que se pasó en silencio mi suegra, Anna Sallés, durante los seis meses de prisión que pasó a los veinte y pocos años. Sí, comparar no tener el iPhone actualizado durante horas con lo que sufrió ella puede parecer de una superficialidad de manual y más cuando ayer hizo medio siglo de la muerte del dictador. Pero hablo de cómo llenamos nuestra vida cuando vacía nos duele. Cuando ponemos sonidos para no oír nuestra voz interior. Justamente ayer hablaba sobre la muerte de Franco y mucho más con Marina Romero en el MésNit de 3Cat.

Hablo de cómo llenamos nuestra vida cuando vacía nos hace daño

¡Estuve veinte horas sin WhatsApp! Y desubicada por incomunicada. Cuando quien te está intentando arreglar el teléfono se convierte en tu nuevo Dios. Imagínate lo que es cuando un médico puede salvar a tu hijo. Si es que al final todo lo que se puede pagar con dinero acaba siendo barato. No, no nos hacemos a la idea de lo lujosa que es nuestra cotidianidad. ¿Tienes seguro? El resultado es que tengas móvil o no siempre acabas pringando y pagando porque juegan con tu miedo. Si lo has pagado cuando se te estropea o te lo roban justo en estas condiciones y no entra en la póliza. O cuando no tienen la pieza que necesitas hasta dentro de una semana. Así que tienes que comprarte uno nuevo. Porque, digámoslo claro, tu trabajo de freelance y de influencer no te permite ningún margen de tiempo. Reciclarlo y/o venderlo solo lo puedes hacer cuando está arreglado. En fin, que todo es muy fácil. Y doy gracias de que este sea mi drama del día. Sobre todo cuando, a pesar del milagro de haber recordado el ID de Apple y el PUK, has olvidado la contraseña del mail o de aquella aplicación que ya se te abría mágicamente… “Más que de técnicos, hacemos de psicólogos”, me dice el amable joven que me atiende. “¿Cuánto tiempo llevas aquí?”, pregunto. “Dos años”. “¿Y habrás visto de todo, no?”. “Sí, sí. Mucha gente con ataques de pánico. Que mienten diciendo que son los del crucero y que, si no se lo arreglamos inmediatamente, lo perderán. Que muchos de los extranjeros les dicen que llegan tarde al aeropuerto y que no tienen la tarjeta de embarque y perderán el vuelo transoceánico…”. Las experiencias son múltiples. Entonces es cuando te parece light tu dilema. ¿Cómo haré mi sección con Laura Gonzàlez en Ràdio 4 sin guion porque lo tengo en las notas del teléfono viejo? ¿Cómo entraré en la presentación de Teams?

“Las cookies son buenas”, me explicaba una experta en marketing cuando salieron. Y es que ya no tenemos intimidad ni ganas cuando, por fin, tienes el iPhone 17 y solo quieres que esté igual que el 13 que tenías. Sí, sí, a todo el mundo le gustaría llorar con mis ojos. Pero sin el móvil no sabemos ni qué hora es. ¿Cosas que he aprendido? Que volveré a llevar siempre un libro en el bolso. Total, ya tengo una edad en la que también tengo que llevar las gafas, así que no puedo hacer como muchos de los jóvenes, que salen solo con el móvil y las llaves, sin cartera ni DNI. “Cuando no tienes aquello que quieres mucho, ama lo poco que tienes”, leo a Alejandro Jodorowsky. Pues no puedo decir que aprendí a degustar la tranquilidad de la incomunicación. Me estoy leyendo el libro Adictos al drama, y como muchos hacemos de la queja un leitmotiv vital. Empleando términos como siempre o nunca para exagerar o engrandecer las cosas, que se acaban convirtiendo en nuestra realidad absoluta. Cuando leo estos libros sobre patologías, ¡pienso que las tengo todas! Paso de pensar que quizás soy narcisista a que soy hipersensible en un nanosegundo. El otro día me reía con mis hijos. “No vendrá nadie a la presentación de mi libro”, les explicaba preocupada. Y al cabo de cinco minutos, cuando me lo habían confirmado unas cuantas personas más, me preocupé por si no cabían. Sí, soy de esos seres que cuando no tengo problemas me los invento. Mi familia política se ríe porque no sé poner límites, y yo alucino de cómo se pelean verbalmente entre ellos. Sin complejos para decirse las cosas por su nombre. Yo soy de las que prefieren callar, poner la otra mejilla, decir frases metafóricas, ir de buena niña y sentir ira hacia mí antes que defender lo que me parece justo. Así que, como fiel seguidora de la sección de Sergi Pàmies en el programa Col·lapse, tengo el libro de Alba Cardalda, Com engegar a la merda de manera educada, en la mochila. Para no cagarla la próxima vez que vaya a Apple.