Todavía hoy corre entre los catalanohablantes el rumor de que las cifras que explican el bajón del uso del catalán como lengua de uso habitual depende de un juego de seducciones. Un juego de seducciones, cómo no, que los catalanohablantes estamos perdiendo de manera indiscutible. Es una teoría perversa que, más que poner las bases para revertir la situación, sienta las bases para culpabilizar a la nación —que va estrechamente ligada a la lengua—de su propia desaparición. Es tan fácil, tiene en cuenta tan pocos factores —lingüísticos, políticos, sociológicos, migratorios— y convierte la realidad en un escenario tan plano, que reduce la solución a trescientos años de conflicto a esta consigna: tenemos que hacer el catalán más seductor. Sin tener en cuenta a favor de qué lengua es que se “pierden” a los hablantes; sin hacer el esfuerzo de entender cuáles son los múltiples efectos que tiene que nuestra no sea la lengua del poder político real; sin identificar cuáles son las medidas coactivas que emplea la cultura castellana en todos los ámbitos para someternos a ellas; sin mirar atrás y esclarecer los efectos de la Guerra Civil sobre la clase alta catalana; sin explicar qué son las hegemonías, cómo disputan instituciones y cómo formatean las corrientes sobre las que se mueve el pensamiento del país.
Esta forma de presentar la lengua catalana como dependiente de la simpatía y el buen rollo es perversa porque responsabiliza únicamente al catalanohablante, casi a título individual. Y es perversa porque impide al catalanohablante de indagar a fondo las causas de la situación que sufre. No es suficiente con buena voluntad. No basta con querer molar muy fuerte. No es suficiente con consignas vacías de esperanza, fortaleza y rebrotar. No hay nada menos atractivo que sobreactuar para hacer algo atractivo. Ni nada que evidencie tanto las inseguridades y, al fin y al cabo, la sumisión interiorizada. Al catalán le hacen falta muchas cosas más que una “buena actitud”. De hecho, pensar que al catalán le hace falta “una buena actitud” aún lo ata más de manos y pies a una apariencia de bondad e inmaculidad que le impide discutir la castellanidad.
Anclarnos en la retórica de coaching lingüístico forma parte de la receta para agravar una situación en la que los seducidos son permanentemente un grosor nada despreciable de catalanohablantes. Y un grosor casi absoluto de recién llegados. Si la seducción es un ejercicio de dominación sobre el sujeto seducido, si consiste prácticamente en anularle la voluntad para que su juicio pase a estar gobernado únicamente por el deseo, la seducción lo está ejecutando y aprovechándose de ello la lengua castellana. Porque lo único que es verdaderamente seductor cuando el conflicto es político —y lingüístico, y cultural— es el poder. Y, en consecuencia, la autoridad que ofrece adherirse sin matices, sintiéndote amparado por una estructura judicial, política, empresarial y cultural que se encargará de protegerte. Ante la falta de autoridad política de aquellos que dicen velar por la lengua catalana, ante el uso cosmético que se hace de la lengua catalana en política, ante las consecuencias represivas que puede tener un ejercicio de poder real para amparar a los catalanohablantes y librarles del coaching de la seducción y la simpatía, la opción cómoda es construir un marco de pensamiento colectivo en el que el problema de fondo de nuestra lengua es que no es suficientemente golosa. La opción cómoda, pues, es adherirse al autoodio del otro revistiéndolo de resistencialismo y, poco a poco, contribuir a hacerlo desaparecer. Muchos catalanohablantes, todavía hoy, están aquí. Una parte nada despreciable de la clase política, de forma intencionada, también.
Hablo catalán en contra de todo y no hago equilibrios para obtener la compasión y la misericordia españolas
El discurso que se utiliza para contraargumentar la retórica de la seducción y la simpatía a menudo es el de la utilidad. El catalán tiene que ser necesario y se tiene que poder fiscalizar política y legalmente su necesidad, todo lo demás son valoraciones subjetivas que no sirven para enfrentarse a una cultura dispuesta a emplear todos los medios para diluirnos cultural y lingüísticamente. Sin embargo, para llegar al punto de utilidad laboral, integración y ascensor social del que se habla, hay que estar dispuesto a ejercer autoridad, la que se tenga. Sin el sentimiento de culpa labrado por el españolismo para aniquilarnos. Y es necesario estar dispuesto a pagar el precio de ejercerla. Se habla de seducción, y simpatía, y golosinería como si, precisamente porque quien tiene la posibilidad de ejercer autoridad para amparar a los catalanohablantes no lo está haciendo, ser catalanohablante hoy no tuviera una connotación antisistema. Hablo catalán en contra de todo y no hago equilibrios para obtener la compasión y la misericordia españolas, porque a menudo son veneno. Y porque no me hacen falta. Esta postura traducida a la política, librada de las artimañas castellanas que la catalanidad enmascara de encarnizamiento y terquedad para no encender el conflicto, es la única que nos permitirá discutir los espacios y los marcos ideológicos que hoy ocupa la castellanidad. Es precisamente por eso que el Pacte Nacional per la Llengua será, finalmente, inútil: porque no nace de la vocación de ejercer autoridad, sino de un anhelo de seducción prácticamente mágica abstraída de realismo. La atractividad de la lengua catalana tiene que estar liberada de las connotaciones subjetivas, morales y sentimentales, y tiene que estar basada en que la opción de no hablarla siempre sea peor que hablarla.