Poco después del referéndum del 1-O, tuve ocasión de cenar con un pequeño comité de empresarios importantes situados en el ámbito del independentismo convergente y del socialismo maragallero, que —para la gente de ese estatus— resulta ser exactamente lo mismo. Aunque intento seguir el consejo paterno de no incomodar a nadie en su casa, aproveché la calma de los postres y el display vinícola general para reprochar a los potentados su pasividad absoluta en la condena de la violencia policial durante el referéndum. Haciendo honor a la prudencia temerosa del tendero catalán, todos vinieron a decirme que ya hacían suficiente por Catalunya vendiendo perfumes y también que, al menos, se habían esforzado para que el Estado no aplicara el 155 y así salvar la autonomía. Insistí maquinalmente y sin éxito, recordándoles que quizá hubiera sido más válido exponer el enfado de ver a muchos hijos de sus trabajadores cosidos a hostias por la bofia.
A menudo reprobamos (con toda la justicia del mundo) la curiosa profilaxis judicial que salva a la mayoría de empresarios corruptores en casos como el asunto Cerdán-Ábalos-Koldo; pero esta indignación a menudo nos hace olvidar nuestra propia pereza al analizar el papel del empresariado catalán en aspectos como los hechos de octubre o la sustitución de los trabajadores del país por una masa inmigrante mucho más descontrolada que en otros lugares del planeta. De hecho, de los empresarios catalanes durante el procés y su posterior cagalera solo hemos podido poner de manifiesto cómo los miembros del Estado Mayor o algún multimillonario podemita han continuado engordando la cartera traficando con el desánimo popular y una derrota existencial de los catalanes que ellos mismos ayudaron a promocionar, mezclándose con el imaginario mentiroso de nuestros líderes. Esto lo sabe todo el mundo, pero este mismo “todo el mundo” ha decidido perdonarlos y simular que llueve...
Hace pocos días, comía todo feliz con un amigo que acaba de vender parte de su empresa a un grupo de comunicación catalán fuertemente españolista, en una de esas operaciones financieras donde hay gente que supura independentismo por todos lados pero que no tiene ningún problema —si me permitís la metáfora descuidada— en pasar de la minoría absoluta a la nobleza condal, cuando la cosa va de hacer pasta. No entraré en los quebraderos de conciencia de mi querido colega, pues sé que este tipo de cosas te las tienes que curar en el psicoanalista, pero el asunto me sirvió para ver cómo las iniciativas empresariales y culturales del país vuelven a hacer las paces con los virreyes de la tribu. Yo no voy a discutir el independentismo de nadie, porque como dicen los cursis no quiero repartir carnets de pureza; pero la cosa sirve para darse cuenta de cómo los empresarios de la cuerda siguen con todo detalle la estrategia pacificadora de los políticos.
Si leen este artículo, que lo leerán, muchos empresarios aducirán que ellos solo han seguido la corriente política
Así como, antes del procés e imbuidos por la corbata del masismo, nuestros empresarios solo salieron del armario para pedir sueños imposibles como el corredor del Mediterráneo o el pacto fiscal, ahora parecería que nuestras élites quieran nadar y guardar la pasta, no solo porque tengan la conciencia de que siempre necesitarán traficar con los españoles y de alguna forma deben compensar la turbopotencia del Madrid DF, sino también porque saben perfectamente que el país entrará en una especie de letargo económico-político, por mucho que Barcelona siga siendo una tienda turística para los guiris y que la bolsa todavía suene en algún sector muy específico. Si leen este artículo, que lo leerán, muchos empresarios aducirán que ellos solo han seguido la corriente política y que su trabajo no consiste en disfrazarse de maulets ardidos para emular la libertad guiando al pueblo.
A un nivel superficial, tendrán su razón. Pero el empresariado también debe liderar el país en términos culturales y, pienso ahora como pensaba alrededor del 1-O, su responsabilidad no solo consiste en mantener el chiringuito familiar, sino crear un entorno donde la prosperidad solo sea real si viene acompañada de libertad política. Quizás algún historiador del país debería escribir una comparativa de aquellas que hacen tan bien los yanquis entre la burguesía modernista-novecentista de inicios del siglo XX y el papelón que el empresariado ha tramado durante estos últimos veinticinco años. El problema es que estos libros piden un presupuesto digno y, tristemente, no creo que haya muchos potentados que quieran ver cómo una pluma independiente se atreve a retratarlos. Pero si todavía tenemos dinero para el Polònia o para La Vanguardia, quizás valdría la pena invertir dinero en ello; son ejemplos al azar, que nadie me malinterprete.