¿Cuánta gente conozco que afirma no poder vivir sin algo? Yo misma me apunté un día a aquella expresión atribuida a Obama: “No sin mi BlackBerry”. La esclavitud a las cosas ha sido voluntaria: peluquería o tabaco, cómics o copas, la camiseta de moda o ese nuevo modelo de teléfono o gadget contador de latidos, cada cual es esclavo de alguna cosa más cara o más barata según el segmento social al que se pertenezca, aunque hay quien incluso se empeña en poder irse de vacaciones o jugar al bingo, préstamo mediante, como si fuera un personaje de las películas de Ken Loach.

Pasó el tiempo por encima de mí, para demostrarme, entre otras cosas, que obviamente podría vivir sin la Black. Fue en aquel momento en que WhatsApp, que quiere dominarlo todo bajo la apariencia de servicio altruista, le dijo a los de Black que su sistema operativo, tan blindado y seguro, no sería compatible con la aplicación de mensajería que ya utilizan mil millones de personas en el mundo. Seremos, por supuesto, capaces de pagarla cuando el propietario de la aplicación se le antoje, haciéndolo más millonario (esclavo del dinero) que hoy, y BlackBerry tuvo que aceptar incorporarse al vulnerable sistema operativo Android para poder volver a vender alguna cosa en el mercado dominado por WhatsApp. De ese modo pasamos a la esclavitud de los servicios. Darse de baja de la compañía de teléfono es tarea inútil, si no es porque llaman desde aquella otra a la que nuestra desesperación hemos migrado. Como previamente somos esclavos del móvil, y este no es nada sin datos, saltamos de una compañía a otra pensando que algún operador hará el milagro de que funcionen las cosas como prometieron en su publicidad.

Habrá que preguntarse por qué viven tantas personas sometidas ciegamente al criterio del líder de su partido o como quiera que ahora se le llame a ese tipo de secta opaca que consigue colocar al jefe en nuestras instituciones

Adaptados (adictos) a la esclavitud de los servicios, de pronto un día algo falla, y empezamos con el laberinto kafkiano de hablar con un robot, que nos va haciendo marcar dígitos para luego pasarnos con un operador que volverá a preguntarnos las mismas cosas. Esos operadores suelen vivir también su propia esclavitud, a la que nosotros los sometemos para librarnos de las demandas de otro robot, que nos interroga sobre la calidad del servicio (!) y al que tenemos que decir que todo ha sido de 10, para evitar el riesgo de que el sujeto sea despedido. Y en general, así lo hacemos, porque no hay culpa en el hecho de que la llamada, los dígitos, el robot y el propio operador no hayan resuelto el conflicto.

En última instancia, y con ese terreno abonado, se construye la esclavitud de las personas. Ahora que está tan de moda equiparar maltrato físico y maltrato psicológico, habrá que preguntarse por qué viven tantas personas sometidas ciegamente al criterio del líder de su partido, movimiento, o como quiera que ahora se le llame a ese tipo de secta opaca que consigue colocar al jefe en nuestras instituciones. Lo que el líder diga va a misa aunque lo que diga sea una solemne tontería dedicada exclusivamente a soliviantar el grupo de enfrente, por cierto, a su vez, esclavo del otro líder, adversario de turno.

Esclavos felices en un extraño mundo en que la mayor parte de los lectores de la historia más reciente de maltrato por excelencia, Cincuenta sombras de Grey, son mujeres. Y legión.