En el libro Sense Espanya (2011), con Xavier Cuadras definíamos el boicot como aquella elección individual o colectiva de dejar de comprar a un proveedor (y, por lo tanto, perjudicarlo económicamente) para forzar que cambie alguno de sus comportamientos. Así, si una cadena vende ropa hecha en talleres con explotación infantil, los compradores dejan de comprar para forzar que deje de utilizar esa mano de obra.

La mayoría de boicots se hacen por motivaciones medioambientales, laborales, discriminatorias, religiosas, de género, de seguridad de los productos, etcétera, pero otros están motivados por razones políticas. Catalunya es un ejemplo, a remolque del proceso político en curso desde hace años. De su alcance no conocemos con precisión ni la extensión sectorial, ni la intensidad, ni las consecuencias económicas reales que se derivan. Pero sabemos que existe. De la misma manera que existe lo que en inglés se llama buycot, lo contrario del boicot, o sea, la compra activa de productos de determinadas empresas con la finalidad de premiarlas por algún motivo, o simplemente para contrarrestar un boicot.

Muchos empresarios me comentan que el proyecto independentista (de naturaleza política) ha reforzado una animosidad latente contra Catalunya. Y una manera de castigar a los que ponen en cuestión la unidad de España es castigando a las empresas de la "región" díscola, con el aval de medios de comunicación y partidos políticos del unionismo. El boicot tal como lo conocíamos hasta ahora lo hacían los consumidores. Pero con Catalunya ha entrado en escena un actor inesperado.

Existe lo que en inglés se denomina buycot, lo contrario del boicot

No todo el mundo que se lo plantea puede hacer boicot. Es condición necesaria que los boicoteadores dispongan de proveedores alternativos en el mercado; en este caso, proveedores no catalanes con productos, cualidades y precios como mínimo parecidos a los de los proveedores catalanes habituales. Cuando lo hace, quien boicotea obtiene la satisfacción de castigar; sin embargo, aparte de eso, incurre en costes de cambio de proveedor y de tener que pagar un precio más caro o tener que conformarse con una calidad más baja de producto. Mal negocio, si no es que le da un gran valor a la satisfacción de castigar.

Pere (nombre ficticio del empresario informante) me muestra un correo de un cliente suyo, de fecha 3 de octubre de 2017, que reza literalmente así: "Buenos días: Que os den por saco vender a quien podáis, aquí ya no hay cliente. Viva la guardia civil. Viva la policia Nacional. Viva España. Y a tragar quina santa Catalina. Ojalá os arruinéis. Ojalá algun dia vuestros hijos pasen por una situación similar. Sin vergüenzas." Firmado. El empresario Pere, un hombre de formas tranquilas, le contesta que su correo está tipificado como "delito de odio", que valorará denunciarlo y que como cliente es libre de comprar a quien quiera. ¡Ah! y le desea que él, su madre y sus hijos sean muy felices.

El boicot comercial del Estado es una práctica de guerra en toda regla

Naturalmente la mayoría de boicoteadores son menos impulsivos que el citado. No proclaman el boicot, lo hacen. Afectan sobre todo a productos de consumo, más aún si son fácilmente identificables como provenientes de Catalunya. Este boicot lo practican consumidores afectados porque se ponga en peligro la unidad de España, en una reacción del tipo "a por ellos", pero de carácter comercial. A veces la simple amenaza de boicot ya es efectiva, como se ha demostrado en muchas de las empresas que decidieron largarse (su sede social) de Catalunya. Otras veces se muestra de manera silente, como por ejemplo haciendo menos turismo en Catalunya o quitando de la carta del restaurante los vinos catalanes.

Ahora bien, en el libro indicado más arriba no consideramos un tipo de boicot que en la práctica se ha dado: el boicot comercial del Estado. Cuando las empresas de la órbita del sector público retiraron depósitos de los bancos catalanes (con riesgo de hacerlos caer), estaban enviando una señal de su poder haciendo tambalearse la banca. El boicot consistió en dejar de ser clientes de servicios bancarios para forzar un cambio en el banco, en este caso pidiendo un gesto tanto inequívoco de españolidad como deslocalizar la sede social. Eso no es una amenaza de boicot, eso es boicot de Estado en mayúsculas, y fue muy pero que muy feo, una práctica de guerra en toda regla, pero de una gran eficacia tal como se demostró.

El impacto de los boicots españoles será seguramente objeto de estudio en el futuro. Mientras tanto, es evidente que la animadversión hacia Catalunya existe, que el españolismo la cultiva bien, que el boicot tiene alguna incidencia sobre productos de consumo y que el boicot del Estado ha sido efectivo para sus intereses. Ahora bien, también habrá que estudiar en el futuro lo que se intuye, que es que en Catalunya se practica el buycot. De momento, y a pesar de lo anterior, se puede afirmar con poco riesgo de equivocarse que el boicot tiene efectos limitados, las empresas se han orientado hacia los mercados internacionales, el tejido productivo catalán es bastante sólido y el país capta proyectos avanzados. De lo contrario, no se entiende que la economía catalana siga evolucionando positivamente, más que la europea y, a pesar de algunos, mejor que la española.