En la película Monsieur Ibrahim y las flores del Corán se hace una distinción entre países civilizados según cómo organizan el sistema de recogida de basura. La basura nos civiliza. En el pueblecito de Bergara, uno de mis preferidos de Euskadi, hace años dejaban la basura en unos cubos colgados de unos palos en la calle. Calles limpias, jardines cuidados y la basura ordenada y seleccionada esmeradamente por los ciudadanos. Poco a poco esta praxis la hemos visto en otras regiones. En Catalunya se dedican muchos esfuerzos a concienciar a la población y se ven anuncios en televisión que explican qué corresponde a cada contenedor. En la ciudad italiana de Bolonia todavía pasan casa por casa a recoger la bolsa de basura unos días determinados. En Menorca se ven carteles en las urbanizaciones y se fiscaliza a quien no eche la basura en los contenedores adecuados. Roma, ciudad que adoro y que eternamente vivirá en mí, tiene mil virtudes, pero tenemos que reconocer que no es un buen ejemplo en recogida de basura, y aún menos en recogida selectiva. Tampoco lo es en disponer de calles adaptadas para personas con algún tipo de discapacidad. Roma, el emblema de la urbe, la ciudad por antonomasia, es un desastre para personas en sillas de ruedas, ciegos y en general para todo el mundo que tenga alguna necesidad especial. El bien común, que tendría que ser la máxima preocupación de nuestros gobernantes, pasa por gestionar eficazmente los recursos, pero también por mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. De todos, pero especialmente de los más que lo necesitan. Las mayorías, las modas, las tendencias no tienen que hacernos olvidar nunca a los otros, los minoritarios, los disidentes.

Las ciudades olvidadas, o demasiado centradas en los coches o en el turismo, no son espacios para todo el mundo. Los espacios públicos donde se minimizan las expresiones culturales diversas no son tampoco de todo el mundo.

Ahora, para ser un urbanita profesional tienes que andar con una especie de tapones blancos inalámbicos en las orejas para hablar por teléfono, y para moverte tienes que deslizarte en patinete. En pocos meses han proliferado los patinetes. En París los dejan literalmente tirados por la calle una vez los han utilizado, y más que mejorar el transporte han sembrado el caos. En Barcelona parece que los regalen, de todos los tamaños y modelos. Los patinetes indiscriminados que se han multiplicado por nuestras aceras, por ejemplo, son un peligro real para las personas ciegas. Me contaba un directivo del ONCE en Madrid el otro día que desde hace unos meses hay personas ciegas que salen a la calle con más temor y se sienten amenazadas por estos nuevos artilugios incontrolados. Ahora nos hallamos en un momento ideal para estar dispuestos a leer programas electorales, municipales, españoles, europeos, da igual. Observemos qué se propone para las personas con discapacidad. Leamos qué se comprometen a hacer los políticos para las minorías. Las sociedades inclusivas piden un esfuerzo. Incluir significa abrir y dar espacio. Y el espacio público no es para los más fuertes, los más motorizados o los reyes amateurs del patinete.

La ordenanza del Ayuntamiento de Barcelona recuerda el límite de velocidad: el más alto es de 30 km/h. En general, sin embargo, tienen que circular prioritariamente por el carril bici y, en cambio, tienen prohibido ir por la acera. Sin embargo, si esta mide más de 4,75 metros de ancho y hay tres libres, los vehículos de transporte de mercancías pueden acceder para la carga y descarga. Las normas no nos tendrían que hacer perder el sentido común. Los artilugios eléctricos son útiles y divertidos, pero la ciudad es de todo el mundo, también de los ciegos, las personas en silla de ruedas, los cochecitos para bebés y los carros imperiales de las señoras mayores.

Queremos ciudades intergeneracionales, inclusivas y diversas. Y cada vez cuesta más si no eres de la mayoría imperante. Y lo mismo con la religión. La ciudad no es patrimonio de los no religiosos o ateos. Tampoco de los religiosos o fanáticos. La convivencia entre creyentes y agnósticos es el pan nuestro de cada día. Convivir no es tolerar, sino vivir con. Siempre conviviremos con seres que nos parecen insoportables. Ahí radica la gracia, saber deslizarse por esta vida sin ser un estorbo para los demás, sabiendo movernos libremente para esquivar obstáculos.