Suecia es un país que merece admiración. No sé cuándo se popularizó el "hacerse el sueco", como si fuera de mala educación no estar atento. Hacerse el sueco significa ser obtuso. No les hace justicia y espero que venga de zueco de madera (soccus en latín) y no de Suecia. De los suecos he aprendido el pragmatismo, la educación no abarrocada, la simplicidad argumentativa para dirigir temas insolubles. Aparte del maravilloso gusto que gastan por la decoración, los muebles y la iluminación. Por motivos académicos me he relacionado a menudo con suecos. Les interesan temas que para mí son fundamentales. Uno de ellos, la memoria y combatir la intolerancia. La embajada sueca en Madrid ha tenido la buena idea de hablar y ha querido reunir iniciativas que en el Estado español sean claves para combatir un ambiente pesado y polarizado. El acto, donde he podido participar, se ha celebrado el mismo día en que tenía lugar en Malmö una gran cumbre en la que políticos de alto nivel se comprometían al "nunca más". Pero el "nunca más" se nos da muy mal, a los humanos. Fue un gran cineasta también sueco, Ingmar Bergman el gran maestro que puso sobre la mesa la batalla con la muerte. Ante la muerte no nos podemos hacer los suecos, no.

Entre las iniciativas contra las narrativas del odio hemos podido presentar una de la Universitad Ramon Llull donde los estudiantes se han unido para combatir la islamofobia (Campaña ‘Be the Key') y he podido escuchar a los protagonistas catalanes de Salam Shalom: jóvenes judíos y musulmanes que se han unido para organizar juntos encuentros, conferencias y excursiones. En Madrid hay una asociación, Dragones de Lavapiés, que ha conseguido lo que solo los movimientos vecinales obtienen con paciencia y mano izquierda: convencer a la administración que les cedieran un espacio donde ahora hacen partidos de fútbol entre personas de religiones diferentes. Son un club deportivo intercultural que con el deporte integra. En el Raval también está la fundación Braval que potencia el voluntariado social y la inserción laboral. O El Casal dels Infants del Raval, un auténtico motor del barrio, junto con Arrels que trabaja para que nadie duerma en la calle. Todo eso es estimulante, como las radios populares que dan voz a las minorías, como las asociaciones que defienden los derechos humanos, como las entidades que van por escuelas explicando qué era la Shoa y qué es todavía hoy el antisemitismo. Pero nosotros siempre nos quejamos que no se hace nada, que todo está perdido, y a menudo es por aquella obviedad más vieja que Matusalén: que el bien no hace ruido, que los periodistas solo nos fijamos en el conflicto, que el "bien" no vende, no interesa. Pero también es contagioso e inspirador. Los medios de comunicación no se pueden hacer los suecos ante las fuerzas de bondad. Sin reconocerlas, el riesgo de que aumente la ignorancia y la intolerancia está servido.