La economía de la felicidad se encarga de explorar la relación entre la felicidad de una comunidad y el progreso económico. El índice FIB (felicidad interna bruta) nació en el pequeño país de mayoría budista de Bután. Para medir la felicidad hacen un cuestionario de 180 preguntas considerando nueve dimensiones: el bienestar psicológico, el uso del tiempo, la vitalidad de la comunidad, el nivel cultural, el nivel sanitario, educativo, la diversidad medioambiental, el nivel de vida y el gobierno. Se adaptó en 1972 y el énfasis se pone en el desarrollo sostenible y un buen gobierno, aparte del bienestar personal y colectivo.

La felicidad (εὐδαιμονία), para los griegos, es la obtención de ciertos bienes, la virtud o sabiduría, que proporcionan placer o prosperidad. Boecio añadió emoción al concepto y se refería a la felicidad (beatitudo) que podía ser felicidad bestial (una felicidad aparente) o una felicidad final, contemplativa, final o perfecta. Rescato el entrañable Diccionario de Filosofía de Ferrater i Mora que me regaló mi padre para constatar que la felicidad no se presenta nunca como un bien en sí misma, es la suma de más de uno de ellos. La felicidad no proviene del entendimiento ni es el fin de ningún impulso. Han dedicado páginas Massolo (Il problema della felicità), McGill (The idea of happiness), Kurtz (Exuberance: a philosophy of happiness) y tantos otros. ¿Sois felices? Quizás porque sois inconscientes. Dicen los sabios que no se puede ser feliz y consciente. Que son incompatibles. Que los lúcidos, como Cioran u otros filósofos que han dormido poco y pensado mucho, no pueden ser felices precisamente porque saben que esto no acabará bien. Esta idea sobre la vida como fraude, en la que nos habían dicho que seríamos felices, no se cumple. Lo expresa magistralmente el profesor Oriol Quintana, del IQS, autor de unas lacerantes letras que reunió en un libro con un título francamente atractivo: Filosofía para una vida peor.

Dicen los sabios que no se puede ser feliz y consciente. Que son incompatibles. Que los lúcidos, como Cioran u otros filósofos que han dormido poco y pensado mucho, no pueden ser felices precisamente porque saben que esto no acabará bien

Quintana es de la opinión de que los libros motivacionales y de autoayuda no han hecho bien con su optimismo fácil. Reclama atreverse a repensar en clave pesimista, porque los pesimistas son lúcidos, y no se dan por contentos con baratijas: quieren oro, autenticidad. Rechazar las medias tintas requiere audacia y lucidez. Quintana, y también lo defiende el filósofo Miquel Seguró en La vida también se piensa, consideran la filosofía una disciplina para ayudar a vivir, que ofrece también consuelo.

Añaden los sabios que buena parte de nuestra energía y alegría proviene de la mañana: tenemos la sensación de que el día nos puede regalar momentos buenos. La noche es más compleja, y más para los que no pueden dormir. Y los pesimistas son más proclives a la noche que a la luminosidad matinal. A los artistas les gusta la noche. El dolor escogido de los artistas, el contorsionismo angustiante en que viven muchos genios, preferir el sufrimiento y la soledad, básicamente, se prefigura como más épico que el compromiso de tanta gente que en el fondo tienen una vida más anónima y poco glamurosa. El grado de felicidad no es una cinta métrica. ¿Son más felices amargados y con fama que los que trabajan por el bien común y nunca saldrán a los focos? No tenemos el cuestionario de Bután. Pero es estimulante pensar con los filósofos que de la lucidez puede salir una pizca —escasa— de conciencia de que, a pesar de todo, mañana será otro día.