Miguel de Unamuno era un personaje poliédrico y, por lo tanto, interesante e inclasificable. No se parecía a muchos de vosotros, que lo tenéis todo tan claro, diáfano, inconfundible, y así lo defendéis y empequeñecéis el mundo con vuestros dogmatismos. Él era categórico, pero expansivo. Ni en sus ideas políticas ni en su vivencia religiosa lo podemos fijar nunca del todo. Es una foto en movimiento. Unamuno es el hombre de Niebla (1914) y del Del sentimiento trágico de la vida (1912). Y cuando dos de tus obras caudales se titulan así, ya estás haciendo una declaración de principios. Y de finales. El final de Unamuno no es de un éxito glorioso, sino al contrario. Controlado y permanentemente bajo sospecha, muere en 1936, año funesto, y su contradicción y para algunos indefinición política le pasaron factura. Era catedrático de Griego, y fue rector de la Universidad de Salamanca con idas y venidas, destituciones, oposiciones y resistencias. Un vasco de aquellos intensos. Un vasco, vaya. Su brillantez nos remitiría a san Ignacio de Loyola, vasco universal y con herencia, con miles de jesuitas esparcidos por el mundo. Unamuno no fue estéril, pero su fecundidad se detecta de manera menos cuantitativa, y a nivel religioso, ha dejado más preguntas que recetas. Porque a nivel político y lingüístico sí que dejó afirmaciones. A pesar del gris de sus obras, cuando se ponía a disertar sobre vasco, castellano, catalán... allí su pensamiento se volvía granítico. En València ya advirtió a Azaña que España perdería Catalunya porque "la federación no es más que una hoja de parra". Unamuno sufrió el ostracismo, estuvo desterrado en Fuerteventura, vivió en París y acabó en Iparralde donde reflexionó sobre la configuración política española siempre desde su visión literaria y de pensamiento con un horizonte religioso, alérgico a las estructuras pero profundamente espiritual. Su correspondencia con Joan Maragall es digna de relectura e indagar en su alma es un ejercicio áspero pero que reconforta: bajo su arrogancia intelectual, se detecta siempre el inevitable terreno pantanoso de la vida, que se mueve, filtra, muta y se desvía.

Unamuno es el paradigma de tantos humanos contemporáneos, lucha por un futuro siempre abierto, declinable según infinitas posibilidades, fruto de muchas hojas de ruta e imprevisibles, pero también de nuestra voluntad

Su manera de referirse a las lenguas "regionales" como de segunda chirría desde una mente como la suyo, articulada con la exquisita gramática griega, que para ser universal no había nacido con voluntad de asfixiar las otras. Para él división era riesgo, y tenía una concepción imperialista de la lengua de Cervantes. Su cosmovisión se nutre de las intuiciones de Kierkegaard, especialmente por los tres estadios estético, ético y religioso, que Herder acaba de publicar y que Francesc Torralba ha prologado. La existencia era para él este hecho angustiante porque es siempre parcial, temporal, contingente. Oriol Alonso Cano ha recordado esta semana en la librería No Llegiu que Unamuno es un autor "esencial" para entender la existencia del sujeto. La razón no lo explica todo, y Unamuno es partidario de esta dualidad entre razón y espíritu, en una vía en que la ciencia se muestra siempre contingente y relativa. El autor de San Manuel Bueno Mártir es un pensador herido, atormentado, que no vive instalado en la nitidez cartesiana sino que lucha y tiene el abismo siempre a tocar. Unamuno es partidario de tener siempre presente en la persona humana, de carne y huesos, y no perderse en el aséptico pasillo de las ideas. Por eso sigue a Kierkegaard, en los senderos complejos de la interioridad de los sujetos, contradictoria y paradójica. La contradicción de la condición humana —limitada pero con ansias de inmortalidad y perpetuidad— lo lleva a tener siempre esta idea de futuro. No existe un Unamuno nostálgico anclado en aquella infancia idealizada. Unamuno es el paradigma de tantos humanos contemporáneos, lucha por un futuro siempre abierto, declinable según infinitas posibilidades, fruto de muchas hojas de ruta e imprevisibles, pero también de nuestra voluntad. Este vasco complejo pronunció frases que no han muerto: "Ha brotado la lepra católica y anticatólica", por ejemplo. No era una metáfora, porque en el ambiente de 1936 pesaba más la prosa que la poesía. Murió abandonado, él que había dicho que creía Dios, porque creía a Dios. Quizás le está hablando en vasco, ahora. Porque la lengua de Cervantes es universal, pero en el cielo no todo se debe agotar en la península Ibérica.