El periodista Miquel Ramos publicaba hace unos días un reportaje en el que analizaba el discretísimo papel de los activistas y entidades de extrema derecha en España durante la gestión a pie de calle de la pandemia. Quien está tejiendo redes de apoyo, continuaba, era el activismo de izquierdas, así como todos aquellos colectivos estigmatizados por la ultraderecha: manteros que cosen batas y mascarillas para el personal sanitario; mujeres migrantes que hacen cajas de resistencia para las trabajadoras domésticas despedidas; trabajadoras sexuales que se dan consejos entre ellas para protegerse del virus y que recaudan dinero para las prostitutas más vulnerables...

No obstante, tal como apuntaba el politólogo Sergi Cristóbal, todo parece indicar que la crisis económica y política, espoleada por el triste papel de la Unión Europea, beneficiará a los partidos de ultraderecha. Unos partidos que, en la línea de la victoria de Boris Johnson en las últimas elecciones del Reino Unido, son los que más saben vincular su opción política con la defensa de la comunidad, la soberanía y la democracia. Como bien escribe la profesora de la Universidad de Goldsmiths Sara Farris o la teórica feminista Nancy Fraser, no hay que perder nunca de vista que la extrema derecha no es antisistema, sino antiestablishment. Es decir, no defienden valores externos a las democracias liberales de los estados-nación europeos, sino que se presentan como agentes políticos que restaurarán un orden que ha sido devaluado por los errores de los tecnócratas, las élites políticas, los sindicatos y las grandes empresas.

La contradicción que supone que, aunque las soluciones comunitarias a la pandemia las aporte la izquierda, quien acumule el capital político como alternativa viable al sistema actual sea la ultraderecha, es debido a dos factores. El primero, que no existe una alternativa de izquierdas en política institucional, después del gran fiasco del tándem Tsipras-Varufakis y que el independentismo más naïf haya descubierto que el gobierno del PSOE y Podemos tiene la misión de actualizar el régimen del 78 traficando con el feminismo, los derechos LGTBI y el movimiento obrero para, a la hora de la verdad, militarizar, centralizar y convertir a los trabajadores en carnaza para el virus, haciéndolos ir a trabajar para que la economía no salga peor parada. En Catalunya, aunque tenemos una extrema derecha catalana e independentista que es absolutamente ridícula, hemos visto como la Generalitat, además de gestionar de forma nefasta la pandemia, no es nada más que una gestoría que actúa al dictado del amo madrileño, que es el máximo a lo que aspiran los comunes y los socialistas si nunca se vuelven a pasear por el Pati dels Tarongers.

A diferencia de otras naciones, Catalunya tiene un proyecto político, el independentismo, con potencial para ser una alternativa viable a la ultraderecha y que ofrezca una visión plural y democrática del concepto de soberanía, nación y estado

El segundo factor radica en lo que apuntaba hace unos meses en "La imposibilidad de los zombis": la intelectualidad de izquierdas se ha sentido más cómoda describiendo el apocalipsis que construyendo modelos para superarlo. A estas alturas, nos ha quedado clarísimo que la pandemia puede ser una excusa perfecta para imponer un régimen tecnodigitalocrático que recorte libertades a la ciudadanía mediante la explotación de sus datos. Lo que no nos queda tan claro es qué tenemos que hacer para evitarlo. Como bien propone el filósofo Joan Burdeus, los ciudadanos de todo el mundo empiezan a tener miedo del estado; ¿por qué no hacemos que los estados sean los que tengan miedo de nosotros? ¿O es que tan sólo ellos pueden utilizar las tecnologías digitales para imponer sus intereses?

El "hackeémoslos a ellos antes de que nos hackeen a nosotros" que clama Burdeus va en la línea de lo que propone Cristóbal cuando afirma que es necesario un nuevo euroescepticismo catalán independentista, desacomplejado y desobediente, que se base en la construcción de un país plural que quiere dar su visión del mundo. Quien tampoco se ha mordido la lengua es la académica Jule Goikoetxea, pidiendo un Estado fuerte que asuma la gestión de los cuidados de la ciudadanía, así como una forma de autogobierno por comunidades, en el que los hogares y los barrios, no sólo la esfera de la economía productiva y las instituciones, sean lugares de gestión y decisión políticas. Como bien apunto al inicio del artículo, tenemos tejido social para hacerlo.

Este texto es el final de una serie de propuestas para que la soberanía popular salga más reforzada de esta crisis, y no debilitada. La sociedad catalana lo puede lograr si apuesta decididamente por la independencia, por un republicanismo que dé poder a la gestión comunitaria y asociativa —uno de los puntos fuertes del país, como muestra la organización del 1 de octubre y el hecho de que en muchos lugares del país haya evitado el auge del ultraespañolismo de Ciudadanos y Vox— y que se base en una fiscalización feroz y constante de nuestros representantes en el Parlament y la Generalitat. Para llegar a ello, habría que cambiar el funcionamiento de la administración pública, los partidos y las instituciones.

A diferencia de otras naciones, Catalunya tiene un proyecto político, el independentismo, con potencial para ser una alternativa viable a la ultraderecha y que ofrezca una visión plural y democrática del concepto de soberanía, nación y estado. Nuestros cobardes e ineptos políticos no lo han sabido, o querido, ver. Es hora de que los obliguemos a hacerlo, o la Catalunya que vendrá será mucho peor de la que tenemos ahora.