Si hubiera un estallido zombi, no sería como en las películas. No habría un apocalipsis, no sería el fin de la vida civilizada en la Tierra. Seguramente sí en Barcelona. El resto de poblaciones de Catalunya nos uniríamos para asegurarnos de que la vida en la capital queda extinguida, y por fin poder montar una sociedad donde el transporte público funciona hacia todas partes y nadie muere intoxicado por el sombrero de caspa radiactiva que corona la ciudad condal.

Un apocalipsis zombi no sería como en las películas por la sencilla razón de que la idea de comunidad, e incluso el Estado, pervivirían. Un brote de virus zombi es controlable si los humanos se coordinan: tienen más recursos materiales, son más inteligentes y se comunican de forma más fluida. Teniendo internet, es difícil que se produjeran las horas de incertidumbre posteriores a los primeros casos, las que facilitan que la plaga se extienda de manera irremediable. Los humanos tienen el instinto de cooperar y protegerse los unos a los otros. Los zombis, a pesar de ser una masa uniforme, se guían por el individualista pensamiento de dar un mordisco tras otro.

Europa sigue de pie después de varias pestes y dos guerras mundiales. Los países meridionales del continente sufrimos/estamos sufriendo una crisis económica bestial. Somos más pobres, pero los vínculos comunitarios hicieron que no lo fuéramos más. Ni siquiera el terrible, contagioso y mortal Ébola ha aniquilado los países africanos en los que aparece. Si creemos que un apocalipsis zombi, una catástrofe climática o la tercera-guerra-mundial-sempre-a-punto-de-estallar acabarían con nosotros es porque quien crea las historias de zombis y desastres es incapaz de imaginar otro futuro posible. Nos hemos creído tanto la condición póstuma que nos hemos convertido ya en muertos vivientes.

La introspección es necesaria, la empatía y la identificación también. Pero hacen falta historias que las canalicen hacia proyectos comunitarios emancipadores

Douglas Rushkoff lo escribía hace un par de semanas en Ctxt y Carla Rovira lo narraba actualizando el mito de Fausto en la obra Posaré el meu cor en una safata: las élites económicas y tecnológicas han renunciado a gestionar los crecientes problemas ecológicos y la lucha de clases. Tan sólo pretenden zafarse. Marchándose del planeta, creando burbujas de bienestar. Elysium, Alita, Los juegos del hambre... Rushkoff se lo miraba con ironía: si los patrones que le piden consejo sobre el futuro de la humanidad están tan preocupados por el inevitable alzamiento de los trabajadores, quizás en lugar de huir a Marte podrían garantizar los derechos laborales y redistribuir la riqueza.

La intelectualidad tiene que imaginar formas vivibles de habitar el mañana. Como explicaba Layla Martínez en Climática, las distopías ecológicas han sensibilizado de los estragos del calentamiento global, pero la excesiva repetición ha acabado por generar un estado de impotencia y desánimo. La crítica se ha extendido a ciertas novelas de ciencia-ficción y fantasía feminista. Textos célebres como El cuento de la criada imaginan futuros no mejores, sino peores, para las mujeres. Tengo la manía de asociar la desesperanza creativa con el auge de la autoficción. Satisface el ansia de nuevas voces que crece a medida que la mirada del hombre blanco nos es insuficiente para entender el mundo, y por el anhelo de conexión emocional en un momento de vidas precarias marcadas por la fluidez relacional. La introspección es necesaria, la empatía y la identificación también. Pero hacen falta historias que las canalicen hacia proyectos comunitarios emancipadores.

Uno de los maestros de la ciencia-ficción, Ursula K. Le Guin, animaba a los autores a imaginar sociedades alternativas al capitalismo. Ella lo hizo. También se atrevió a repensar las fronteras de los géneros, aunque la lengua le hiciera una jugarreta y acabara retratando una sociedad que, en nuestra cabeza, al traducir la gramática y el léxico, aparecía llena de señores que hacían cosas de señoras: "El Rey está embarazado". Le Guin fue valiente. Nnedi Okorafor, con la saga afrofuturista Binti, también.

Una sociedad con zombis no sería tan catastrófica. Para mí, sí. Duraría dos días. El primero, me convertiría en una muerta viviente. El segundo, me matarían los humanos.