La crisis del coronavirus, que sigue arrasando el planeta, nos ha recordado, entre tantas otras cosas, que los estados, todos los estados, tienen instintos. Lo hemos visto en Europa, donde se han replegado sobre sí mismos, asustados. Como el caracol que encoge los cuernos y se esconde dentro de su caparazón. Su primera reacción fue tratar de salvarse ellos primero, y poner muy en segundo plano los sueños humanistas de una Europa unida. En el extremo, Hungría, donde Viktor Orbán ha aprovechado la Covid-19 para transmutarse en un caudillo con poderes casi absolutos.

En momentos dramáticos, cuando la amenaza se hace escalofriantemente real, los estados —los sectores que controlan el poder—, como si fueran organismos vivos, revelan cuál es su carácter profundo. En España, desgraciadamente, la reacción era previsible. Recentralización, "ordeno y mando" y militares en primera fila, que vienen a ser una especie de pulsiones inextirpables. Órdenes decididas en un despacho de Madrid y dictadas a las autonomías. Sin realmente escuchar, con pocas explicaciones y todavía menos ayuda. Y que cada palo aguante su vela. Entre El castillo kafkiano y la crítica de Larra a la España del XIX. España, de nuevo, ante el espejo.

Lo que ha pasado y pasa hace venir a la cabeza la matraca que los sucesivos líderes del PP y del PSOE no han dejado de repetir: "España es el estado más descentralizado de Europa". Ahora saben, los que no se habían dado cuenta de ello, que —más allá de ser una obvia exageración— lo dicen no con orgullo y convencidos, sino que para ellos representa una piedra en el zapato, una carga, una tara. Un problema que algún día habrá que resolver para siempre.

En momentos dramáticos, cuando la amenaza se hace escalofriantemente real, los estados revelan cuál es su carácter profundo. En España, la reacción era previsible: recentralización, ordeno y mando y militares en primera fila

El reciente y tristemente célebre barómetro especial del CIS en el que se interroga —empujando con la formulación de la pregunta a una respuesta positiva— si no sería mejor "prohibir" la mentira a fin de que sea el gobierno central quien decida lo que es y no es verdad, no solo nos traslada a la censura franquista, sino que, además, da miedo, ya que seguramente es lo que algunos cavilan. Es la pregunta número 6.

A continuación, en la 8, se pide si quien tiene que combatir el virus es el Gobierno de España "o dejar que estas decisiones las tomaran los gobiernos autonómicos que lo desearan". Como en la pregunta de antes, Pedro Sánchez gana por goleada.

A pesar de que las preguntas del CIS son tramposas, los resultados son para echarse a llorar. Una gran mayoría aplaude tanto una cosa como la otra. El 66,7% se declara a favor de establecer "solamente una fuente oficial de información", mientras que el 73,3% de los españoles cree que a la hora de combatir la Covid-19, es decir, cuando las cosas se ponen serias, lo mejor es que las autonomías se aparten y dejen actuar al gobierno central. Al gobierno real.

El CIS, ahora que introduce preguntas creativas, podría preguntar a los españoles si, en resumidas cuentas, no creen que, en el fondo, Franco fue un buen hombre, además, claro, de un gobernante de inmenso talento.

Ahora Sánchez quiere aprovechar la ocasión para repetir lo que ha llamado primero unos nuevos Pactos de la Moncloa y después "pactos por la reconstrucción", en los cuales querría liar desde los independentistas catalanes hasta al PP y Ciudadanos. Lo hace después de haber despreciado a la oposición, en especial al PP, y a los nacionalistas catalanes y vascos. El objetivo parece doble. Por una parte, laminar la influencia de Unidas Podemos dentro del gobierno, así como la de ERC (y JxCat y PNV) desde fuera. Por la otra, abaratar la factura por la mala gestión de la crisis buscando la complicidad y haciendo concesiones al PP (y a Ciudadanos). Unas concesiones, unos acuerdos, en los que a Catalunya se le reservaría ineludiblemente el triste y conocido papel de chivo expiatorio.

En Sánchez —en su libro Manual de resistencia se retrata— todo es propaganda y juegos de manos al servicio de una monumental voluntad de poder. Voluntad de poder que se alimenta de sí misma, simple y descarnadamente. Un bucle estéril. Una petulancia vacía pero adictiva.

¡Ah!, la negociación Generalitat-Estado —¿se acuerdan?— queda de momento —y así continuará mientras Sánchez pueda ir chutando la pelota adelante— apartada y aparcada. En el cajón de los trastos que uno no sabe dónde poner, pero que todavía no puede tirar a la basura.