El ministro de justicia Bolaños acaba de presentar un proyecto de nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal, la que regula cómo se investigan los delitos y cómo se tramitan las causas penales. Un tema nada menor, por lo tanto. La actual ley que lo regula, eso sí, es bastante antigua, de 1882. ¿Qué decir del proyecto? Intentaré discernir lo que tiene de (muy) positivo (que lo tiene) de lo que tiene de (muy) negativo (que tampoco falta).

Primero, el aspecto positivo. España acoge, desde hace ya demasiado tiempo, una anomalía extraordinaria, escasamente homologable con las democracias de nuestro entorno, y que el proyecto de ley pretende, precisamente, eliminar: la figura del juez instructor-Dios, ese ser vivo togado que todo lo puede y a quien nadie puede, en cambio, parar los pies. Puede abrir causas penales, inadmitir otras, dirigir la investigación ahora hacia aquí, ahora hacia allá, ahora contra este, ahora contra ese, entrar en domicilios, pinchar teléfonos, encarcelar a sospechosos antes de juicio… y, sí, claro, le pueden revocar las decisiones, pero eso llegará más tarde, cuando el investigado ya se encuentre entre rejas. Mientras tanto, el instructor permanecerá todopoderoso. Hemos conocido recientemente ejemplos memorables de la figura del instructor-Dios: la causa madre del procés gestionada en el juzgado de instrucción 1 de Barcelona (la que nos llevó al 20S), la trama rusa Vólkhov cocinada en el 1, la causa Tsunami por terrorismo ideada en la Audiencia Nacional, el caso de la mujer del actual presidente del gobierno, las causas seguidas contra Podemos… la lista es indudablemente larga.

Evidentemente, siempre necesitaremos a un funcionario que dirija las instrucciones penales y que decida, también, si a alguien hay que pincharle el teléfono, entrar en su vivienda o encarcelarlo antes de juicio. ¿Dónde reside, entonces, el problema? Pues en que todo esto lo pueda hacer (y lo haga) una única persona. Y es precisamente esto, como decía, lo que quiere eliminar el proyecto Bolaños, que pretende atribuir (como se hace en todas partes, por otro lado) la investigación de los delitos a Fiscalía y quitarle esta función a los actuales jueces de instrucción, que ya no instruirían y se convertirían, "solo", en lo que se llama "jueces de garantías", para monitorizar cómo instruyen los fiscales y tomar decisiones puntuales que afecten a los derechos básicos de los investigados. Se pretende fragmentar el poder omnívoro que hasta ahora poseen los jueces instructores, y esto es, por sí mismo (como idea), no solo muy positivo sino absolutamente imprescindible.

España acoge, desde hace ya demasiado tiempo, una anomalía extraordinaria, escasamente homologable con las democracias de nuestro entorno, y que el proyecto de ley pretende eliminar: la figura del juez instructor-Dios

Vayamos ahora al aspecto (muy) negativo: el enorme poder de instruir las causas penales pasaría a una instancia, Fiscalía, que no goza de suficiente independencia. De los jueces también decimos que no son lo suficientemente independientes, por aquello de la designación politizada de los altos cargos (Supremo y compañía). Suponemos que si a un juez lo ha designado una mayoría de un determinado color político, esto hará que sus decisiones vayan, en ciertos casos más "delicados" (más "marcados"), en un determinado sentido, el "adecuado". La estadística suele corroborarlo, pero probarlo es complicado: tenemos que acudir a la especulación. Por el contrario, con la Fiscalía ya no hace falta hacer elucubraciones de ningún tipo: no goza de independencia porque es la propia Constitución la que nos dice que el fiscal general del Estado es designado por el gobierno central y que la Fiscalía en conjunto actúa internamente según los principios de jerarquía y unidad de actuación.

Por lo tanto, tenemos aquí, todo apunta, un problema y bien gordo: ¿qué, cómo y contra quién se investigue dependería, según el proyecto, de un funcionario que puede recibir instrucciones de otro directamente designado por el presidente del gobierno? Ummm… problemático, ciertamente. Es verdad que el propio proyecto contempla algunos mecanismos para atenuarlo: el plazo de ejercicio de las funciones del fiscal general ya no coincidirá con el del gobierno de turno, unas causas más tasadas (no completamente discrecionales) para cesarlo o que un organismo colegiado interno de la Fiscalía pueda anteponerse, con una mayoría reforzada, a la voluntad del fiscal general. Estas medidas van, sin duda, en la buena dirección, pero muy probablemente serán insuficientes para eliminar la sospecha de falta de independencia.

Hay otro factor que lo tensa todo un poco más: con la "Transición" no se produjo ningún tipo de descentralización del poder judicial, ni de los tribunales ni de la Fiscalía. Por lo tanto, la Fiscalía es una estructura, además de no independiente, plenamente unificada y centralizada, y si le concedemos —como pretende este proyecto— un poder tan enorme como la instrucción de las causas penales, los peligros acumulados empiezan a pintar no muy bien. Por el contrario, si se hubiera puesto en marcha (como en tantos otros países, como Alemania o Brasil) una cierta descentralización judicial, cada Fiscalía de cada territorio tendría una mayor autonomía y el hecho de traspasarle las instrucciones penales sería menos problemático, porque al fiscal general del Estado le resultaría más complicado hacer llegar su sombra a esos casos "delicados". Pero, ¿quién conseguirá, hoy, en España, convencerlos (¡o ni siquiera plantear!) de que descentralicen su tan querido y funcional poder judicial?

Acabo. Muy probablemente este proyecto de ley no saldrá adelante. Hace muy pocos días, Junts rompió con el PSOE y resulta difícil entrever de dónde saldrán los votos necesarios para hacerlo cristalizar en ley. Ahora bien, ha puesto encima de la mesa una figura que es urgentísimo extirpar, la del instructor-Dios. Seguramente, la forma propuesta no es la más acertada de abordarlo, pero diría que también al catalanismo le interesa no obviar (ni posponer en exceso) la eliminación de esta figura pseudoinquisitorial. También debo decir que España tiene un problema muy arraigado de falta de cultura jurídica democrática. A menudo creemos que cambiando una ley se soluciona un problema que, en realidad, se encuentra mucho más profundo. No vemos que lo único que estamos haciendo (nunca mejor dicho, en este caso) es desplazarlo.