Pocas ganas tenía ayer que ir al Parlament. Pero fui como un solo hombre. El día en Barcelona era espléndido. Había turistas con calzón corto, la estatua del general Prim resplandecía como si fuera nueva y las cotorras de los árboles mantenían sus debates habituales, con réplicas y contrarréplicas, tan incomprensibles como perfectamente educadas. Dentro del palacio del Parlament, en contraste, no se produjo ninguna controversia digna de este nombre, ningún debate encendido, y eso que se presentaba una moción de censura contra el president Torra. Todo el mundo sabía que no conseguiría los votos necesarios y la reunión se convirtió en un simple trámite, una formalidad vacía. Un teatro malo, sin convicción y sin ganas. Los unos jugaron a provocar y los otros a no dejarse provocar. Los representantes políticos, todos, dijeron exactamente lo que se esperaba que dijeran, con una formidable falta de imaginación, de oratoria, de profundidad. Fue una colección de tópicos y de lugares comunes que se iban repitiendo y combinando y recombinando hasta la náusea, hasta la degradación lamentable de la función parlamentaria. Se hablaba de democracia, de convivencia, de líneas rojas, de presunción de inocencia, y luego se volvían a hacer girar las mismas ruedas de molino que ni unos ni otros comulgaban, que si la democracia es así y asá, que si los problemas reales de la sociedad catalana, que si la legalidad, que si yo soy más que tú y que si tú no eres tan buen ciudadano como yo. Ni los actores ni el público podían disimular la degradación de un Parlamento que ya no puede legislar ni debatir nada sin el permiso de quien ejerce realmente el poder: los jueces. Quim Torra se mantendrá en la presidencia exactamente hasta que quieran los magistrados y no hay Lorena Roldán que valga. Una diputada desconocida que ni tiene categoría política, ni pensamiento propio, ni liderazgo ni calidad destacable, excepto la de haber sido elegida por el cacique. Presentaron a Roldán como presidenta alternativa como podían haber presentado a la Dama del Paraguas.

El presidente Torra no habló porque no había nada que decir. La sesión comenzó puntual a las diez de la mañana pero algunos escaños aún estaban significativamente vacíos. A las diez y diez apareció, con cara de sueño, Carles Riera. Maria Sirvent llegó a las once y veinticuatro minutos. El vicepresident Pere Aragonès a las once y treinta y un minutos y el conseller Bargalló a las once y cincuenta minutos. Poco tiempo después se suspendió el pleno hasta la tarde y el bar se llenó. En los pasillos los periodistas rodearon a los políticos como mariposas que buscan la luz y allí repitieron exactamente las mismas vaguedades que se habían dicho dentro del hemiciclo. Todas? No. Cuando Cayetana Álvarez de Toledo, en visita provincial, tomó la palabra ante las cámaras pretendió elevar el tono del debate. Y dividió los dos bloques de la cámara catalana entre civilización y barbarie. O lo que es lo mismo, entre los españolistas y los catalanistas. Cuesta entender que una doctora por la universidad de Oxford como ella pueda cometer errores de cultura general tan escandalosos. Si se hubiera mantenido en la línea rudimentaria de Roldán no se habría descubierto la impostura intelectual de la señora marquesa. No, ilustrísima, civilización y barbarie no son dos conceptos antagónicos como estudió y dejar escrito Walter Benjamin, el gran pensador judío y perseguido político. Civilización y barbarie son en realidad una misma cosa, como demostraron los conquistadores españoles en América. Y los cultísimos nazis que llevaron a la cámara de gas a seis millones de judíos, respetando las leyes vigentes de su país.