Hay en la cultura española una fijación enfermiza por la muerte, por el estiércol, por la podredumbre, por la escoria y por el escorial, que así se llama el palacio real de la monarquía más mortuoria de la historia, la de los Austria de Madrid. El monasterio y palacio del Escorial tiene exactamente la forma de la parrilla de san Lorenzo, un utensilio de tortura y de muerte, un utensilio que exhibe una cultura de vocación fúnebre. Decía hace poco el caudillo Santiago Abascal, el jefe de la muerte, decía el novio de la muerte que los españoles que habían sobrevivido a la dictadura de la muerte de ETA no iban a asustarse ahora por cuatro cursis cantando a Lluís Llach, y tiene toda la razón, la cursilería del independentismo puede llegar a niveles de estupidez mitológicos. Esto es cierto y no se puede negar. Pero también es verdad que Carles Puigdemont, Carlos el Grande, ha hecho más daño a España que todas las bombas de ETA pero sin romper una papelera. Sin hacer daño a nadie. Esto a Otegi tampoco le debe gustar. También es verdad que cuando Puigdemont ha obligado al fascismo español a combatir fuera de la épica de la muerte, que cuando se ha fugado de la dinámica de la muerte y de la represión, que cuando evitó la carnicería que le tenían preparada a Sant Julià de Ramis el primero de octubre, que yo estaba allí y lo vi, el españolismo letal se siente fuera de juego, desconcertado. Impotente. Cuando Carlos el Grande se burla de los matones de la muerte como si fuera Astérix y se cachondea de los romanos hasta retorcerse de risa, ya no hay épica que valga, desaparecen de repente los caballos al galope de Abascal, ya no hay nada más que el hedor criminal del fascismo, la fetidez de los hornos crematorios, el rostro asesino del totalitarismo. La vergüenza infinita de sus crímenes.

Ayer pudimos leer en la prensa sevillana que, este año, murieron al menos nueve caballos por agotamiento durante las fiestas del Rocío, forzados por la desmedida rigidez de sus propietarios. No es la primera vez que sucede. El poco respeto por la vida de los animales forma parte de una determinada cultura española de la muerte —tampoco de toda, no se debería exagerar porque hay que ser ecuánimes. Los équidos muertos tienen que ver en realidad con la cultura de los toros, en la que hasta hace cuatro días es destripaban infinidad de caballos. Esto tiene que ver, más bien, con el ritual de mierda y de sangre del sacrificio de la corrida de toros, con la Legión española y el grito de su fundador, Millán Astray que dijo “Viva la muerte” abusando de la contradicción. La falta de empatía humana que exalta la fiesta nacional española es la misma falta de empatía que lleva a determinada gente a fusilar y quemar un muñeco que representa a Puigdemont en la localidad sevillana de Coripe. Es la fascinación que tienen determinadas personas por la crueldad árida, sin medida, por la cultura de los sacrificios rituales de seres vivos, por la muerte violenta como celebración. Es la tradición española del Siglo de Oro, el siglo del imperio donde nunca se ponía el sol pero donde se ponía la vida. Por la cultura de lo macabro, de la agonía, de lo siniestro, de lo fatal. Por la cultura de los negros líquidos podridos, por la cultura de los gusanos, los sudarios, las tumbas, la descomposición y la sangre apelmazada. Por el Auto de Fe de la Inquisición.

Hay en determinada cultura española una pasión desenfrenada por la vida que la lleva inevitablemente a la pasión de la Semana Santa, a las oscuras procesiones de Sevilla, a la pasión por la muerte. España fascina a los extranjeros, enamora a los turistas, por su doble carga de horror, de crueldad y de autenticidad. Es la celebración del dolor de los grandes pintores del barroco español, como Velázquez. Es el martirio, el sufrimiento, la crueldad exaltadas en cada rincón del museo del Prado, son las pinturas del Greco y Zurbarán. Es la pintura negra y los fusilamientos de Goya. Sus brujas, sus monstruos, los locos, los indigentes, los desgraciados. No habría leyenda negra de España sin una España negra, no existiría una España negra sin la definición que Darío de Regoyos tenía para su propio país: “España, un país literalmente obsesionado por la muerte”. Son las Coplas de Jorge Manrique y los poemas funerarios de García Lorca. La exaltación mortuoria de Garcilaso de la Vega, de San Juan de la Cruz, de Santa Teresa de Ávila, de Calderón de la Barca y de Quevedo. Es Unamuno y también es Valle-Inclán, fascinados por la crueldad y la barbarie. Es la relación morbosa con la muerte, la relación inquietante con la capacidad de destruir la vida de los demás. Es el Guernica de Pablo Ruiz Picasso que describe la masacre de la población vasca. Es la dinámica que siempre acaba imponiendo el poder establecido en Madrid. De hecho, la canción El novio de la muerte fue compuesta por un músico catalán, Joan Costa i Casals, otro cursi. Él componía sardanas pero, naturalmente, como que también tenía que comer, acabó poniéndole banda sonora a los desgraciados del desastre de Annual. ¿No lo sabían? El novio de la muerte es exactamente la celebración de una derrota, es la autodisculpa, la pena, penita pena que tiene de sí mismo el ejército colonial de África que no consigue derrotar a los insurrectos del Rif. De ahí ha pasado a los cursis de ultraderecha de hoy que la cantan ignorando la carga de vergüenza y de miseria que aporta. Lamentables.