Pequeña gacela, al acercarme en plena fiesta de fin de año, vas y me sueltas que nanay, que tú en catalán no me hablas, labios de fresa, que lo sabes pero que no, no, que eso no te gusta, en la boca no. Y es que se veía a venir, que mientras el Barça, Gaudí y Ferran Adrià han acabado triunfando a tope, el catalán se nos ha ido quedando mustio como el perejil de la canción que me cantaba mi madre, mondo de hojas, y ya no nos enrolla ni a los catalanes. ¿Cómo me voy a enojar contigo, ojos de almendra, si lo tuyo no es más que el derecho a decidir? Si lo de la Catalunya libre pinta como pinta, como un esperpento que a lo mejor acaba bien, pero eso sí, siempre y cuando sea una república libre y española. Española y en español, ahí no hay misterio. Si yo he conocido catalanohablantes jóvenes de la Garrotxa que hablan entre ellos sólo en español, si yo he oído el rumor inquietante de las escuelas. Si hasta el protoministerio de la Cultura catalana substituyó hace tiempo su librería de libros catalanes de la Rambla por una tasca, si hasta la policía catalana, sí, esa, la que lleva sin sonrojo las cuatro barras en el pecho, habla siempre en español a condición de que no espose a quien tú ya sabes. Mira que me lo tenía dicho Pere Aragonès hace años, cuando tomábamos tila en la calle Calabria, cuando él ni era diputado ni confaloniero de nada ni yo me había leído aún la tesis doctoral de Oriol Junqueras: “si el precio de la independencia es renunciar al catalán, lo firmo ahora mismo”. Me lo dijo muy serio, como si la independencia fuera algo irreversible como cuando sacas la pasta de dientes fuera del tubo. Como si la lengua española, común con nuestros vecinos, no tuviera gravedad ni inercia política.

¿Cómo hemos sido tan ingenuos al pensar que podíamos seducir a favor de la independencia a todos los catalanes sólo con números y cuentas?

Pero, vale, tienes razón que los políticos nunca se enteran de nada. Tú piensas que el catalán es feo para llevártelo a la boca, criatura, pero digo yo que a Pablo Ruiz Picasso debía de gustarle porque cuando llegó a Barcelona con quince años, en 1896, lo aprendió de corrido y siguió hablándolo y hablándolo incluso cuando ya vivía en París y algunos de por aquí iban a visitarle. En catalán recorría el pintor las calles, compraba el llonguet o intimaba con alguna señorita de la calle Avinyó. Me imagino que le gustaba el catalán porque aún no había sido secuestrado por esos señores y señoras tan aburridos y solemnes, los de la cultura catalana de hoy, esos que te miran fijamente como si les debieras mil eurazos. Que parece que escriban no ya de espaldas sino directamente contra el pueblo de Catalunya. Contra este pueblo inculto e ingrato que no les vitorea. Por eso cuando el escritor Albert Sánchez Piñol escribió Victus en español tuvo las ventas que tuvo en Catalunya, porque muchos entendieron que ese libro no iba a ser un tostón arrogante, otro engendro de esos. A lo mejor el catalán hoy sólo sirve si es para hablar de Catalunya y para los de tu edad ha perdido su luminosa belleza de miel y diamante. Al maestro Quim Monzó un día le preguntaron que si se pusiera ahora a escribir si lo haría en catalán y, antes de marcharse, nos contestó que, por favor, no le hiciéramos esa pregunta. Yo, la verdad es que te entiendo, belleza, jamás te sentirás seducida por los periodistas ramplones del soberanismo, por la pescaderas que cacarean por televisión, por las camisetas sudadas de las manifestaciones, por los trabucaires, por ese cutrerío tontorrón tan nuestro, por ese modo de ser tan hortera que tiene el independentismo que cita a Miquel Martí i Pol e ignora a Josep Carner. ¿Cómo hemos sido tan ingenuos al pensar que podíamos seducir a favor de la independencia a todos los catalanes sólo con números y cuentas? ¿Cómo se nos ha olvidado en esta ocasión el gran diseño y la cultura que mola? Mientras lo español sea más enrollado que lo catalán no vamos a ninguna parte.