Pere Aragonès pide un voto de confianza a Junts per Catalunya para ser elegido hoy president de la Generalitat. Pero la confianza, dice el refrán catalán, acaba por dar asco. La confianza quizá se aventura con desconocidos, pero con los que conocemos de arriba a abajo ya es más difícil concederla. Y todo el mundo conoce de memoria al insignificante candidato, ha hecho falta sólo un momento de atención para comprenderle entero. No hay más que eso, pero tampoco menos, Pere Aragonés es exactamente lo que parece, el hombre burocrático impuesto por las circunstancias, el hombre que está donde está por la decisión digital de Oriol Junqueras, el hombre pequeño enaltecido por el dedazo, un hombre que supo encogerse de hombros y mirar hacia otro lado cuando linchaban, cuando traicionaban al indefenso president Quim Torra, despojado de la condición de diputado que el pueblo le otorgó. Despojado de poder sobre todo por sus compañeros de lista electoral. Pere Aragonés quiere ser president de la Generalitat, de todos los catalanes, cuando todavía recordamos bien ese golpecito de carpeta que Jéssica Albiach le estampó graciosamente en el culito, durante uno de los debates electorales. La Albiach delatora que colaboró con la represión que atenaza hoy a los presos políticos, empezando por el vicepresident Junqueras. Por muchos medios de comunicación, periódicos, analistas, comentaristas y sabios de guardia que nos cuenten lo que estamos viviendo, hay cosas difíciles de entender y de digerir.

Soy el pobre ese que han sentado en la mesa del suntuoso banquete, no para que coma, sino para que haga saber a todos como zampan y digieren los que gobiernan, los que cuentan, los que saben, los que dicen que van por delante. Esperan que alabe al servil, que hoy os cuente la parábola del servil, del anónimo que no siguió a Espartaco, del que no se sublevó, del que obedeció y obedeció y fue recompensado. Y, de paso, y si puede ser, alabando ese servilismo, que proclame que el mundo no tiene solución, que pasemos página, que diga que debemos abandonar todo tipo de esperanza, y el deseo de un mundo mejor, de una Cataluña libre del dogal español, de la vida prevista y diseñada por los que mandan, la vida previsible, incapaz de enmendarse, enemiga de tolerar, de escuchar, la crítica. De regenerarse. Si a los políticos les gusta algo es cuando les dices que sí, cuando escribes que lo hacen muy bien. Les gusta tanto y tanto que sólo les interesas cuando les aplaudes.

Pensaba en Pere Aragonés cuando leo que Joe Biden explica el motivo por el cual escogió a Kamala Harris como vicepresidenta. Si le queremos creer, el viejo hombre blanco explica que la eligió porque Harris fue la más dura, la más independiente, la más incisiva en su contra, la más alejada de lo que él representa, la más incómoda. La que le vapuleó sin calcular consecuencias. Sin rencor, Biden supo asumir sus críticas, como ha acostumbrado a hacer siempre, porque sabe algo muy importante. Sabe que no es el más brillante de la clase. El presidente Biden es un político extraordinario que ha hecho una deslumbrante carrera política precisamente a base de saber esto, a base de equivocarse y de enmendarse después. A base de aceptar las críticas y de cambiar. Primero plagió a Neil Kinnock y tuvo que irse por farsante. Después dejó entrever el racismo cultural con el que fue educado para hacer carrera política en Washington, antes de que Obama le llamara por teléfono. La política estadounidense permite que dos personas políticamente tan discrepantes como Biden y Harris estén trabajando juntos, porque se han dado un auténtico voto de confianza. En Catalunya la confianza exige sumisión. Apenas encontrarán críticas al poder en los medios catalanes, de tan convencidos como están de ser infalibles como Su Santidad el Papa de Roma.