Donald Trump ha escrito en su cuenta de Twitter que James Comey, el exjefe del FBI, debe ser encarcelado por "muchos crímenes". Comey ha contestado que "esto no es una dictadura, donde el líder del país puede decir que la gente que no le gusta vaya a la cárcel". Efectivamente, utilizar los tribunales para atacar a los adversarios políticos con intención de destruirlos era propio de las dictaduras, pero ahora se está convirtiendo en una práctica perversa de algunas democracias en fase involutiva, como está pasando en España.

Trump quiere meter ahora en prisión a Comey porque se negó a cerrar la investigación del Rusiagate, pero antes lo intentó con Hillary Clinton. En sus mítines electorales, Trump citaba el nombre de su contrincante para que sus hooligans gritaran "¡A la cárcel!". Lo hacían con el mismo tono del "¡A por ellos!" que hemos oído por aquí.

La persecución judicial de adversarios políticos la vemos en países tan diferentes como Turquía o Venezuela, pero también en Brasil, donde los líderes de la izquierda, Lula da Silva y Dilma Rosseff, han sido políticamente liquidados por una conspiración de políticos y jueces conservadores. Liquidar, refriéndose a los adversarios, es el concepto que utilizó la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, cuando quiso presumir de que fue su jefe, Mariano Rajoy quien había "liquidados y descabezado" al independentismo catalán. Antes, sin embargo, políticos y jueces conservadores liquidaron al juez Baltasar Garzón por su obsesión con el caso Gürtel y por pretender reabrir las fosas de los franquismo.

James Comey ha advertido del peligro que representa que "nos volvamos insensibles ante las amenazas al estado de derecho y sobre todo a la verdad". Tiene razón con lo que dice, aunque en Estados Unidos los contrapoderes todavía funcionan. Los jueces han parado los pies al presidente varias veces, un hecho que en España apenas se ha visto nunca, más bien al revés. Ni la justicia, ni la fiscalía, ni la policía han podido identificar todavía a un tal M. Rajoy.

Utilizar los tribunales para atacar a los adversarios políticos era propio de las dictaduras, pero ahora se está convirtiendo en una práctica perversa de algunas democracias en fase involutiva, como está pasando en España

La persecución política a través de los tribunales suele venir precedida por la criminalización del adversario y el cultivo del odio. Trump no se cansó de referirse a Clinton como "Crooked Hillary", o sea, 'Hillary, la turbia' (o 'la corrupta'). Se trataba de sembrar la animadversión de la misma manera que Mariano Rajoy recorrió España recogiendo firmas "contra Catalunya". Ahora, el Ministerio del Interior y la prensa adicta inventan episodios de violencia y terrorismo para cargarse de la razón que no tienen y que les niega la justicia alemana. Hasta el momento, el odio en Catalunya siempre se ha hecho notar desde el mismo lado. Es difícil no percibir odio en la acusación contra un hombre que protestaba con una nariz de payaso.

En España, tras la dictadura franquista, la utilización de los tribunales en la persecución política adquirió relevancia en los años 90, cuando el Partido Popular, cansado de perder elecciones, decidió reventar las cloacas del Estado para expulsar al PSOE del poder. Consiguió, con razón o sin ella, que José Barionuevo y Rafael Vera fueran condenados por la guerra sucia contra ETA y pasaran unos meses en la cárcel de Guadalajara antes de ser indultados. Después, han sido grupos de extrema derecha conectados con el Deep State y la Abogacía del Estado los que han pasado a la ofensiva. Antes era un pseudosindicato autodenominado Manos Limpias, y ahora ha tomado el relevo un partido ultra, Vox, que se ha presentado como 'acusación popular' contra los líderes independentistas procesados. Y está teniendo más éxito que la propia fiscalía. El Tribunal Supremo se apoyó en el abogado de Vox para negar la petición de libertad bajo fianza —por razones humanitarias— del consellerJoaquim Forn, que había avalado la fiscalía.

En Estados Unidos, el estratega de la propagación del odio y las fake news en la campaña de Trump fue Steve Bannon, nombrado a continuación jefe de estrategia de la Casa Blanca y defenestrado tras provocar numerosos desastres. Desde entonces, Bannon busca alianzas con la extrema derecha europea y, mira por donde, en España ha establecido contacto con Rafael Bardají, el principal asesor de Aznar cuando el entonces presidente español se volcó en apoyo a Bush en la guerra de Irak. Bardají es ahora un hombre de Vox, partido de exaznaristas, dispuesto a aprender y poner en práctica las lecciones de odio, beligerancia y persecución de los adversarios que imparte Steve Bannon.