El musical Billy Elliot fue retirado de la Ópera de Budapest después de que el diario Magyar Idok publicara una crítica en la que se afirmaba que la obra que narra la historia de un niño que quiere ser bailarín "incitaba a los niños a hacerse gays". Este era el ambiente creado por el gobierno de Viktor Orbán, a quien el Parlamento Europeo pretende sancionar por cometer violaciones de los valores fundacionales de la Unión.

Manfred Weber, líder del conservador Partido Popular Europeo, consideró la situación lo suficientemente grave como para apoyar la activación por primera vez del artículo 7 del Tratado de la Unión, que, si los 27 países miembros lo ratifican por unanimidad, dejaría a Hungría sin derecho a voto. No le pareció tan grave, en cambio, al Partido Popular español.

El nuevo líder de los conservadores españoles, Pablo Casado, se apresuró a llamar a Estrasburgo para prohibir a los diputados de su partido que apoyaran la iniciativa; unos cuantos votaron en contra, otros se abstuvieron y otros no votaron, que para el caso es lo mismo. El PP español se alió con la derecha extrema y los euroescépticos. Tenía todo el sentido. Según el informe de la ponencia, la sanción está justificada porque el Gobierno de Budapest ha silenciado a los medios independientes, ha intervenido la universidad por razones ideológicas, ha sustituido a jueces independientes por otros adictos al régimen, discrimina las religiones no cristianas y hace la vida imposible a las ONG que socorren a inmigrantes y refugiados. Es una situación que en España, y sobre todo en Catalunya, resulta tan familiar que se entiende que, tal y como reconocían los eurodiputados del PP, no estén dispuestos a someterse a un veredicto europeo.

La obsesión con Catalunya ha bloqueado no solo la política española en los últimos cinco años, sino que está determinando la agenda internacional de España

Este episodio confirma algo muy trascendente. La obsesión con Catalunya ha bloqueado no solo la política española en los últimos cinco años, sino que está determinando la agenda internacional de los Gobiernos españoles. Todas las energías van dirigidas a desacreditar el movimiento soberanista catalán desde los tiempos del ministro García-Margallo, que se hartó de elaborar informes para contrarrestar las simpatías que había conquistado la reivindicación catalana del derecho a decidir en la prensa internacional. Incluso la República de Kosovo, que ha sido reconocida como país independiente por 112 países miembros de las Naciones Unidas, sigue sin ser reconocida por España por motivos estrictamente catalanes, hasta el punto de España no participa en reuniones donde estén presentes los kosovares.

Y la estrategia no parece que vaya a cambiar. El mismo día que se debatía en Estrasburgo sobre las barbaridades del Gobierno de Viktor Orbán, se sustanció el debate sobre el Estado de la Unión —por cierto, muy lejos de la solemnidad con que se celebra el evento homólogo en Washington— y al portavoz del PP español, Esteban González Pons, no se le ocurrió otra cosa que protestar amargamente y despreciar a los tribunales europeos que se han negado a seguir la corriente de los tribunales españoles en su cruzada contra el soberanismo catalán. "Mi país, España”, dijo, “ha sufrido un intento de golpe de Estado hace un año, pero el Tribunal Supremo español no tiene a su disposición, para juzgarlos, a todos los responsables porque un tribunal regional de otro Estado de la Unión ha negado esta posibilidad”.

Las estrategias de los Gobiernos españoles, el de antes y el de ahora, y las iniciativas del president Puigdemont desde Bruselas demuestran que el conflicto catalán se disputa en Europa

Simultáneamente, en otro barrio de Estrasburgo, Josep Borrell, ministro español de Asuntos Exteriores, admitía que los medios lo habían convertido en el "ministro de asuntos catalanes". No le gusta ejercer esta tarea, pero es lo que hace, porque mientras más de un millón de catalanes exigían libertad para los presos políticos, él no encontró mejor alternativa que arrancar una declaración personal e intransferible del secretario general del Consejo de Europa, el noruego Thorbjørn Jagland, de apoyo a la justicia española mientras no se pronuncie el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Ante las súplicas de Borrell, Jagland venía a compensar un reciente informe oficial del Consejo que denunciaba a España por violación de derechos humanos con los inmigrantes. El propio Borrell reconoció que viajó a Estrasburgo para contrarrestar las imágenes de la Diada. Un esfuerzo y un gasto que resultó bastante inútil. Y lo hacía pocos días después de sudar la gota gorda ante un periodista de la BBC que no entendía que aceptara que Catalunya es una nación, pero sin derecho a decidir su futuro.

La determinación del deep state español respecto del soberanismo catalán no permite dudar de su beligerancia. Sin embargo, las estrategias de los Gobiernos españoles, el de antes y el de ahora, y las iniciativas del president Puigdemont desde Bruselas demuestran que el conflicto catalán se disputa en Europa.

Ciertamente, la Unión Europea no atraviesa un buen momento, pero, como dijo en la tribuna de Estrasburgo el diputado Jordi Solé, "Europa debe formar parte de la solución". El Parlamento de Estrasburgo y el principal partido de la derecha europea han demostrado esta semana que no todo está perdido. La misma diputada que redactó el informe contra la regresión democrática en Hungría, la holandesa Judith Sargentini, del grupo de los Verdes, fue ovacionada en la Cámara, se emocionó y luego afirmó que “hay otros países que deberían ser investigados de forma rigurosa”. También dijo: “Me siento muy preocupada por la situación de mi colega Raül Romeva”, antes de concluir que “es evidente que en España hay presos políticos”.