El mes de febrero, como será la mayor parte de este año, ha sido un mes muy intensamente judicial. Dos juicios por el 9-N, el caso Palma y las Tarjetas Black, entre otros. Los dos últimos ya tienen sentencias de todos conocidas; incluso, a día de hoy, ya sabemos dónde esperan a que el Tribunal Supremo resuelva sus recursos los condenados en Mallorca: en su casa.

Del doble pleito penal por el 9-N sabemos cómo se han desarrollado sendos juicios orales en Barcelona y en Madrid. Dejando de lado que, en pureza, sólo se puede celebrar un juicio por cada hecho y que, en caso de aforados, el aforado con aforo más alto arrastra a los no aforados o a aforados ante tribunales inferiores, a fin y efecto de que sobre un mismo hecho haya sólo una sola sentencia (principio de continencia de la causa (sic)). Dejando de lado este aspecto nada menor, llama la atención la identidad de estrategias del Ministerio Fiscal –que, en teoría, sí que es uno solo, es decir que responde a una estrategia unitaria-, identidad que tendría que conducir al mismo desenlace.

¿Cuál tendría que ser este desenlace?. Desde mi perspectiva y desde una vertiente claramente técnico-jurídica, la consecuencia idéntica para los dos procesos, debería ser la absolución.

¿La razón? ¿Benignidad de los jueces? ¿Magnanimidad judicial? ¿Presiones del poder sobre los magistrados para parar aquí la respuesta estatal y darse por satisfecho con la pena de banquillo? La razón, reitero, es técnico-jurídica.

Desde una vertiente claramente técnico-jurídica, la consecuencia idéntica para los dos procesos del 9-N, debería ser la absolución

Una vez efectuado obviamente el proceso debido por ley y con todas las garantías, el recorrido judicial está presidido por la búsqueda de la prueba de cargo legítima que permita dictar el castigo. Sin prueba no hay condena posible. Puede existir en el fuero interno de los jueces y de la ciudadanía en general el convencimiento moral de que los sujetos encausados han cometido el delito que se les ha imputado. Pero este convencimiento moral, íntimo, por vehemente que sea, no vale en el Derecho Penal de un Estado democrático para condenar a nadie. Hace falta una prueba, una prueba que se pueda mostrar y justificar. Es lo que los anglosajones, ricos en expresiones plásticas, denominan la pistola humeante. No vale sólo ni la pistola ni el humo por separado. La prueba, para entendernos, es empirismo objetivable, no creencia personal.

Al estar acusados Mas, Ortega, Rigau y Homs, como saben ya de sobra, de desobediencia y de prevaricación, hay que probar la existencia de los dos elementos fácticos de ambos delitos.

Por una parte, la desobediencia requiere el objeto de la desobediencia –perdón por el pleonasmo. Este no es otro que la existencia de una orden. Orden que tiene que ser, como recordaba la Fiscalía del Tribunal Supremo, el pasado 6 de febrero, al rechazar la denuncia por desobediencia y prevaricación formulada por Homs contra Rajoy y otros, expresa, personal y directa. Dicho en plata: "Usted tiene que hacer o dejar de hacer eso y lo conmino a hacer o a dejar de hacerlo". El 4 de noviembre de 2014 el Tribunal Constitucional dictó una provisión, notificada a la Generalitat, y publicada en el BOE al día siguiente. Es una resolución judicial de trámite y meramente declarativa como son todas las provisiones de este tipo. Es más, el Tribunal Constitucional no requirió personalmente a los miembros del Govern tal como, en su demanda, instaba el Abogado del Estado. O sea, que, desde el punto de vista jurídico-penal, ninguna orden había en el sentido previsto por el Código Penal, tal como es aplicado de forma pacífica y uniforme por los tribunales.

El Tribunal Constitucional no requirió en el 9-N personalmente a los miembros del Govern tal como, en su demanda, instaba el Abogado del Estado

Queda el otro delito: la prevaricación. Prevaricar es dictar una resolución administrativa injusta, es decir, sin cabida, bajo ninguno de los métodos interpretativos habituales, dentro del ordenamiento jurídico; además, quien dicta esta resolución lo tiene que hacer a ciencia cierta y a conciencia. Pues bien, en ningún momento, la Fiscalía, ni en Barcelona ni en Madrid, ha sido capaz de presentar una resolución administrativa de un miembro del Govern de la Generalitat, ni en papel, ni oral, ni comunicada por correo electrónico y/o con registro público de salida.

Para paliar esta radical carencia, las acusaciones han aludido a la existencia de resoluciones omisivas. Aunque el término jurídico es el de la resolución presunta, hablar de resoluciones omisivas es un oxímoron más comprensible para el público en general. Y es cierto, las resoluciones presuntas existen y están reguladas por la ley. Esta exige algo más que no hacer nada –omitir; exige que la ley prevea específicamente qué sucederá si la autoridad no dicta una resolución. La ley, en lo que antes se llamaba silencio administrativo, da un valor a cada ley sectorial: unas veces el silencio tiene un sentido positivo, en otros tiene un sentido negativo. Lo dice la ley.

En nuestro caso, la ley no prevé nada, porque la construcción de la acusación viene con una tara de nacimiento: no hay orden en el sentido del Código Penal. Así, al fin y al cabo, parece que las acusaciones no tienen ningún as en la manga. Esperemos que los magistrados que tienen que dictar las sentencias lo vean como lo vemos gran parte de los juristas. En caso contrario, nos tendrán que convencer de ello, demostrando la existencia de una orden y de una resolución. Continuará.