Desde el embate de 2017, el independentismo se esfuerza por reactivar el conflicto político. Diversos actores ensayan discursos de confrontación. Se impugna la supuesta pax del Govern Illa y se propone volver a la tensión social de los años del procés. Son discursos de intensidad variable que asumen que para avanzar nacionalmente es necesario elevar la temperatura social dentro de la propia sociedad catalana.
La lengua aparece como un elemento estratégico capital. Ante la falta de hojas de ruta y de unidad política, se argumenta que la militancia lingüística es el último bastión de la lucha por la supervivencia nacional. Reaparece la idea de la segregación escolar por lengua, curiosamente desde las mismas filas soberanistas. Es un patriotismo que conecta con ciertas tendencias globales cuando se conjuga con la “crisis demográfica” y, en el caso catalán, la denuncia de la castellanización o directamente de una extranjerización generalizada. Según cómo se modula, es un posicionamiento que parte de la existencia de una cepa identitaria histórica en peligro de extinción y que supuestamente hay que proteger para evitar la asimilación definitiva.
Los estoicos, tan de moda en un mundo acelerado e incierto, advertían que dejarse arrastrar por las pasiones es lo peor que puede pasarnos. Según ellos, las pasiones son perturbaciones del alma que se oponen a la razón. La ira independentista, del todo comprensible, adopta fácilmente esta forma. Como recuerda Martha Nussbaum, la ira nace de la percepción de injusticia. Fragmentado y frustrado, buena parte del soberanismo vive aún inmerso en un estado de resentimiento: rememora las injusticias del pasado, la represión del Estado, la cobardía de algunos líderes, la falta de apoyo internacional o la insuficiencia de autogobierno.
El soberanismo haría bien en desconfiar de llamamientos a buscar el conflicto sin un objetivo claro y, aún menos, que comporten un enfrentamiento entre catalanes
Es un estado de ánimo que, sostenido en el tiempo, incuba ideas, digamos, hostiles hacia aquellos percibidos como culpables. Son emociones políticas que, a largo plazo, se convierten en el motor de malas decisiones estratégicas. Más allá de su moralidad, como regla general el soberanismo haría bien en desconfiar de llamamientos a buscar el conflicto sin un objetivo claro y, aún menos, que comporten un enfrentamiento entre catalanes.
La vida de las naciones sin Estado transcurre en un equilibrio frágil, de puertas afuera y de puertas adentro. El conflicto externo y el interno son vasos comunicantes. Sabemos que las acumulaciones de legitimidad para ganar batallas, a la vez, siempre son también el fruto de consensos internos. Cada batalla requiere coordinación, dirección y unos objetivos claros, y no proclamas encendidas. Son lecciones que ya aprendimos del procés. Paradójicamente, hay quien interpreta que el punto débil de aquel embate fue precisamente el de no maximizar el conflicto entre catalanes o directamente no haber aprovechado la oportunidad para situarlo en el terreno del conflicto étnico. Una interpretación que curiosamente da por buena la aproximación “normalizadora” del actual Govern, es decir, que enterrar el derecho a la autodeterminación del pueblo catalán equivale a pacificar Catalunya para alejarla de la fractura social.
Lo cierto es que el procés fue una excepción dentro de los independentismos comparados: llevó muy lejos el ejercicio del derecho a decidir sin escalar la confrontación hacia un conflicto étnico, a pesar de los intentos reiterados del Gobierno español y de diversas plataformas oportunistas de carácter españolista. Que ahora sean sectores del mismo soberanismo los que se planteen jugar a este juego quizás es comprensible, pero resulta estratégicamente inverosímil. Por todo ello quizás conviene recordar la vieja sabiduría de Séneca: para quien no sabe a qué puerto se dirige, ningún viento le es favorable.
Marc Sanjaume es profesor de Ciencia Política en la UPF