Pocas cosas hablan con tanta claridad del estado real de un país como sus infraestructuras. No la propaganda institucional, no las cifras de inversión anunciadas con estruendo en los Consejos de Ministros, ni siquiera las inauguraciones a bombo y platillo de estaciones y corredores diseñados más para justificar titulares que para servir a las personas. Lo que verdaderamente revela la salud democrática y política de un Estado es la experiencia cotidiana de quienes deben usar sus servicios públicos. Y ahí, el caso español es elocuente. Las infraestructuras básicas del Estado —particularmente la red ferroviaria convencional y las redes de transporte y distribución eléctrica— están dando señales inequívocas de colapso, de deterioro sostenido, de abandono sistemático. Y Catalunya lo sufre, quizás más que ningún otro territorio, como expresión periférica de una estructura estatal diseñada no para servir, sino para dominar.

Rodalies es el síntoma más visible y humillante. Día tras día, miles de usuarios viven atrapados en una trampa sin salida: trenes que no llegan, retrasos injustificados, apagones en plena circulación, estaciones sin información, servicios cancelados sin explicación y una sensación persistente de resignación impuesta. No es un fenómeno nuevo ni producto de una coyuntura técnica: es la consecuencia directa de un modelo centralista que ha despreciado durante décadas las infraestructuras que no pasaban por Madrid o que no servían a la lógica radial de un Estado pensado desde y para la capital. Mientras se inauguraban kilómetros de AVE para unir ciudades por las que apenas pasa el tráfico, la red de cercanías de Catalunya —la que sostiene la movilidad de millones de personas— se degradaba sin pausa. La transferencia a la Generalitat nunca se completó, nunca se dotó, nunca fue entendida como un acto de justicia territorial. Rodalies se convirtió en la metáfora ferroviaria del autonomismo frustrado: competencias sin recursos, responsabilidad sin capacidad, gestión sin soberanía.

Pero no es solo el tren lo que falla. También lo hace, y de forma cada vez más alarmante, el sistema eléctrico. España presume de liderazgo en renovables, pero carece de las infraestructuras básicas para sostener esa transformación. La red de transporte está tensionada, saturada, obsoleta en muchos tramos. Las empresas energéticas alertan de que no pueden conectar nuevos proyectos solares o eólicos por falta de capacidad en las líneas de alta tensión. El sistema no tiene mecanismos suficientes de almacenamiento, ni flexibilidad suficiente para absorber los picos de producción. Y el Estado no responde o responde tarde, mal y con una lógica opaca que sigue beneficiando a los grandes operadores centralizados.

España no ha apostado nunca por una política de infraestructuras pensada desde el territorio, sino desde el poder. Las decisiones se han tomado no en función de la utilidad social o equilibrio territorial, sino por poder político, clientelismo económico y propaganda electoral

Esta disfunción no es casual. Es estructural. España no ha apostado nunca por una política de infraestructuras pensada desde el territorio, sino desde el poder. Las decisiones se han tomado no en función de la utilidad social o del equilibrio territorial, sino por razones de poder político, clientelismo económico y, en muchos casos, propaganda electoral. El AVE no se diseñó para conectar personas, sino para conectar votos. Y lo hizo, como siempre, desde Madrid. Las infraestructuras energéticas se han desarrollado bajo el dominio absoluto de unas pocas grandes empresas, en una simbiosis perfecta entre el Estado y los oligopolios que impide cualquier descentralización real del sistema.

El resultado de todo esto no es solo ineficiencia. Es una forma sofisticada de dominación. Porque la dependencia estructural genera sumisión. Cuando Catalunya no puede gestionar sus propios trenes, cuando depende de decisiones tomadas a centenares de kilómetros, cuando los apagones o las restricciones eléctricas se explican por una incapacidad técnica impuesta desde fuera, lo que está en juego no es solo el confort o la movilidad, es la libertad. Una nación sin capacidad para construir, gestionar y mantener sus infraestructuras estratégicas no puede considerarse soberana. Y una ciudadanía obligada a aceptar ese deterioro como inevitable, como castigo o como consecuencia de su aspiración democrática, está siendo violentada en sus derechos más básicos.

Desde Catalunya, esta realidad no puede entenderse como una mera deficiencia administrativa. Es una prueba empírica de que el marco estatal actual no funciona, no sirve, no tiene intención de servir. La decadencia de las infraestructuras no es una anomalía, es un síntoma. Y lo es de un Estado que, lejos de corregir sus desequilibrios territoriales, los refuerza cada vez que puede. Porque ese desequilibrio —esa asimetría— es funcional al modelo de dominación: concentra poder, debilita resistencias, somete expectativas.

Podría pensarse que el colapso es un fenómeno general. Que no es político, sino técnico. Pero no es cierto. Hay partes del Estado que funcionan. Hay inversiones que se ejecutan. Hay líneas que se modernizan. Lo que falla, sistemáticamente, es lo que no pasa por el centro. Lo que se degrada es lo que se asocia a una periferia que no se resigna. Catalunya, por su historia de confrontación democrática con el Estado, ha sufrido recortes en servicios públicos, controles presupuestarios extraordinarios y ahora sufre también una degradación selectiva de sus infraestructuras más vitales. Rodalies, como tantas otras cosas, se ha convertido en un instrumento más de recentralización silenciosa.

La decadencia de las infraestructuras no es una anomalía, es un síntoma. Y lo es de un Estado que, lejos de corregir sus desequilibrios territoriales, los refuerza cada vez que puede. Porque ese desequilibrio es funcional al modelo de dominación

Por supuesto, también hay causas globales: la desinversión estructural en mantenimiento, la ausencia de planificación a largo plazo, la subordinación de la política pública a los intereses de grandes lobbies. Pero incluso esos factores se manifiestan con mayor crudeza allí donde el Estado no ve una prioridad política, sino una amenaza. Catalunya no es una prioridad para el Gobierno central, parece que tampoco para el autonómico. No lo ha sido, salvo para aplastar aspiraciones democráticas. Y no lo será mientras no exista una ruptura definitiva con el modelo territorial impuesto.

Insisto: el colapso de las infraestructuras españolas no es solo un fracaso técnico o presupuestario, sino el desenlace lógico de un sistema que no ha sido concebido para la equidad ni la eficiencia, sino para el control. Y ese colapso se está convirtiendo, a su vez, en una oportunidad histórica. Porque cuando las estructuras físicas del Estado muestran sus límites, cuando ya ni siquiera pueden garantizar la movilidad básica o la distribución de energía, se revela con nitidez que el Estado español ha dejado de ser útil incluso para quienes lo sostienen.

La pregunta, entonces, no es si las infraestructuras seguirán colapsando. La pregunta es si la ciudadanía —especialmente en Catalunya— seguirá aceptando ese deterioro como normal, como inevitable, como algo que “ya se sabe”. O si entenderá, finalmente, que el problema no está en los raíles ni en los cables, sino en quien decide dónde se colocan, cómo se mantienen y para quién funcionan. En ese punto de inflexión estamos. Y cada minuto de retraso en un andén, cada apagón inexplicado, cada inversión prometida y no ejecutada, es un argumento más —no técnico, sino político— a favor de una Catalunya que gestione su propio presente y futuro.