Las autoridades del Estado de Arkansas, en Estados Unidos, tienen un problema. Resulta que como los abogados de los criminales son unos diablos, que mediante recursos y otros trucos procesales consiguen ir retrasando la ejecución de los condenados a la pena capital, se les ha formado una lista de espera en el corredor de la muerte; y el señor gobernador (Asa Hutchinson, se llama el tipejo) tiene prisa por darles matarile cuanto antes, sobre todo porque se aproximan las elecciones y necesita presentar algunos trofeos de caza.

La cuestión es que allí se mata legalmente a la gente mediante la llamada inyección letal, que es una combinación de tres drogas: la primera te duerme, la segunda te paraliza y te corta la respiración, y la tercera te infarta el corazón. Pues bien, el problema de Mr. Hutchinson es de suministro. Las dosis de midazolam de que dispone (el fármaco destinado a adormecer a la víctima) son escasas y están a punto de caducar. Y el mercado se está poniendo imposible.

En realidad, el midalozam seda, pero poco. Antes usaban pentatol sódico, que te dejaba completamente sopa en cuestión de segundos. Pero se quedaron sin existencias y tuvieron que buscar una alternativa. Las experiencias con la nueva droga han sido terroríficas: en abril de 2014 Clayton Lockett tuvo una agonía de 43 minutos, y el propio reo, atado a la camilla y entre convulsiones atroces, tuvo que avisar a sus verdugos de que algo no estaba funcionando.

¿Por qué es tan difícil conseguir las drogas asesinas? Porque la mayoría de los fabricantes se niegan a suministrarlas cuando saben que se usarán para ejecutar a seres humanos. Un caso claro de obstrucción a la justicia, según personajes como Hutchinson. Hay que acudir entonces a los mercados extranjeros, pero muchos gobiernos, avisados de la matanza, prohíben la exportación a Estados Unidos de esos productos.

En realidad, ya hubo antes problemas con la segunda droga, el bromuro de vecuronio, la que te deja paralizado y sin aire. La empresa fabricante no la vende a prisiones para evitar que se use en las ejecuciones. Los beneméritos gobernantes de Arkansas se vieron obligados, para cumplir su deber cívico, a idear una pequeña trampa: hicieron un pedido con la licencia de un médico particular. Lamentablemente para las autoridades, un picapleitos descubrió el fraude y un juez paralizó el crimen antes de que se consumara.

Así que tenemos a un puñado de condenados a muerte (casi todos, por delitos cometidos hace más de veinte años) y una droga mortífera que caduca en unos días y que no podrá ser repuesta fácilmente. ¿Qué hacer? A grandes males, grandes remedios: el carnicero Hutchinson, hombre de recursos, ha programado un plan de ejecuciones en cadena. Nada menos que siete en once días, un verdadero festín de la muerte. Todo, antes que permitir que se eche a perder el precioso producto letal; y, sobre todo, evitar a toda costa que los condenados salven el pellejo. Ha tenido que venir otra magistrada, Kristine G. Baker, a impedir en el último minuto, con una sentencia cautelar, la consumación del siniestro plan.

Hasta aquí, la noticia concreta. El hecho es que los Estados Unidos de América del Norte, que pasa por ser una democracia ejemplar, figura entre los siete países que más personas ejecutan. Comparte los honores con una selecta lista encabezada por China y acompañada por Irán, Arabia Saudí, Irak, Pakistán y Egipto (todos ellos, bastiones de la libertad y los derechos humanos). El 90% de las ejecuciones legales que se realizan en el mundo tienen lugar en uno de esos siete países.

Soy tan admirador de Barack Obama como el que más. Me consta que personalmente no es partidario de la pena de muerte, pero ni por un momento se le ha ocurrido plantear esa cuestión durante su mandato. Con él como presidente, 300 personas han sido ejecutadas en Estados Unidos. Si eso ha ocurrido con el presidente más progresista y civilizado que ha tenido ese país desde Roosevelt, tiemblo al pensar lo que puede suceder con una bestia como Trump en la Casa Blanca.

El número de seres humanos asesinados por el Estado en Estados Unidos en las dos últimas décadas supera claramente al de las víctimas mortales de ETA durante toda su existencia. Con una diferencia esencial: la mayoría de los asesinos de ETA (o del IRA, o de cualquier otro grupo terrorista), además de arriesgar sus vidas, fueron perseguidos y encarcelados; y los que ordenan las ejecuciones en Estados Unidos disfrutan pacíficamente de las mieles del poder e incluso algunos, como Hutchinson, esperan ganar elecciones exhibiendo su mortífero palmarés.

“Terrorismo: sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror” (Diccionario de la RAE). Por más vueltas que le doy, no logro encontrar un argumento que impida encajar en esta definición la ejecución programada de un ser humano indefenso, con propósitos supuestamente disuasorios. Que eso se haga con el amparo de la ley y el poder coercitivo del Estado solo añade vergüenza cívica al horror. Si además estamos en Arkansas y el gobernador del Estado es un tal Hutchinson, podemos añadir al concepto el agravante de sadismo. 

Sí, la pena de muerte es una forma de terrorismo. O si lo prefieren, de crimen organizado: en este caso, organizado por el propio Estado, que se garantiza su propia impunidad.

Hay muchas cosas en el sistema político de los Estados Unidos que me parecen admirables, y algunos hábitos y procedimientos que resultan envidiables para lo que se estila por aquí. Pero la subsistencia de la pena de muerte sigue siendo una barrera moral infranqueable y radicalmente incompatible con mi idea de una sociedad civilizada.

Repito la lista: China, Irán, Arabia Saudí, Irak, Egipto… y Estados Unidos. Si yo fuera ciudadano de ese país, la mera lectura de esa relación me daría mucho que pensar. Y si viviera en Arkansas, saldría corriendo de allí para no regresar mientras un tal gobernador Hutchinson revuelve el mundo para conseguir la droga de la muerte.