Algunos, cada vez son menos, siguen insistiendo en que el conflicto entre Catalunya y España o entre España y Catalunya debe ser solucionado en los tribunales e, incluso, llegan a afirmar que, a pesar de las sonadas derrotas judiciales que se van acumulando, nada impedirá que “la justicia española siga aplicando las leyes”.

Como muchas veces he dicho, el problema no es jurídico, ni mucho menos penal, y la judicialización de este es lo que lo ha agravado y está impidiendo encontrar una solución real, duradera y justa. Es la respuesta penal la que imposibilita avanzar y, sin duda, más pronto que tarde, la historia terminará juzgando a quienes errónea y erráticamente han apostado por dicha solución.

Quienes creen que el derecho es un instrumento al servicio de las ideologías se confunden, quienes así piensan no entienden la verdadera esencia del derecho y, sobre todo, distan mucho de poder aproximarse al mismo con la honestidad intelectual que requiere su uso adecuado, como lo que es: un instrumento de solución de conflictos.

Seguramente, la frase que he citado nos puede dar muchas pistas sobre cuán erróneo es el entendimiento de la realidad y, mucho más, sobre por dónde ha de buscarse la solución del conflicto.

Lo he dicho más de una vez y siempre parece bueno que lo repitamos: el problema es político, el problema es político, el problema es político y, por tanto, requiere una solución política, no una confrontación jurídica que, por cierto, ya hemos ganado.

Quienes han apostado por reprimir, por hacer un uso indebido del derecho y por creer que todo se iba a solucionar en el ámbito de la jurisdicción del estado se han equivocado y han causado un perjuicio tan elevado que, a fecha actual, resulta difícil de dimensionar.

Desmontar el andamiaje jurídico creado para reprimir suele ser una tarea compleja, costosa, ingrata, no exenta de riesgos y nunca rápida

Algún día se tendrá que hacer ese análisis y se verá dónde ha estado la malversación y cuál ha sido el auténtico golpe a la democracia; ahora no es el momento —ni los ánimos lo permitirían— porque un ejercicio de estas características requiere serenidad de espíritu y perspectiva histórica, pero que no quepa duda de que se hará.

Lo importante, en todo caso, no es atribuir culpas —ya habrá tiempo— sino identificar causas, métodos y culpables para evitar repetir esos errores y apartar a sus responsables, es decir, a aquellos que nos han arrastrado hasta este punto que, muchas veces, se antoja como de no retorno.

El derecho nunca fue la solución, mucho menos lo era el penal, y hacer creer que todo lo hecho hasta ahora en esa vía es lo correcto y tratar de seguir conduciendo por el carril contrario, no es más que un síntoma de algo mucho más profundo: el derecho se ha usado como arma para destruir y no como instrumento para solucionar conflictos o problemas y, en todo caso, nunca un conflicto político se podrá solucionar a través de su judicialización.

Desmontar el andamiaje jurídico creado para reprimir suele ser una tarea compleja, costosa, ingrata, no exenta de riesgos y nunca rápida. De lo que no puede caber duda es que se conseguirá y ahí están los resultados para demostrarlo, pero, por mucho que ganemos, el problema no estará resuelto porque algunos se empeñarán en vivir instalados en el relato autocomplaciente que han construido y difundido, pero, sobre todo, porque no serán capaces de rectificar.

En cualquier caso, el problema de una estrategia tan desacertada, totalitaria, errada y perversa no son las derrotas que está y seguirá sufriendo sino el hecho de haber empujado el conflicto hacia un ámbito del cual difícilmente hay vuelta atrás.

Cuando los problemas se enquistan y se les da una mala solución suelen transformarse en situaciones imposibles de prever y, sobre todo, de controlar o mantener en un ámbito concreto.

En el caso del conflicto entre España y Catalunya o entre Catalunya y España se ha abandonado ya el ámbito de lo político y se ha adentrado en el del desamor… y, cuidado, porque de ahí al odio hay solo un paso.

Sí, dar vueltas por Catalunya, que es algo que recomiendo y mucho, tal cual he hecho recientemente, hablar con su gente, saber cómo se hicieron muchas cosas, por qué se hicieron, para qué se hicieron y cuáles eran las respuestas que se esperaban, sirve para dimensionar cuán profundo es el problema y, sobre todo, cuán equivocada es la respuesta que dio y está dando el Estado.

Quienes tienen que solucionar este problema deberían ser conscientes de que hay realidades que siempre estarán ahí: Catalunya y España siempre serán vecinas y, por tanto, lo que realmente ha de buscarse es una vía para que esa relación sea lo más correcta, incluso cordial, posible.

Ha llegado el momento de abandonar el uso abusivo del derecho, del etnocentrismo judicial y el terraplanismo político

No es viable pretender imponer unos determinados modos de entender la realidad, ni una estructura de estado incompatible con los sentimientos de la mayoría de los catalanes, ni, mucho menos, seguir usando el derecho para conseguir lo que política, jurídica y emocionalmente se ha perdido. Continuar por ese camino sólo servirá para terminar de andar una senda muy peligrosa: la que va del desamor al odio.

El problema del desamor es que una vez instalado resulta prácticamente imposible volver atrás y, por eso, cada día estoy más convencido de que es momento de reflexionar y de tratar de preservar aquello que aún podría ser salvable como es el respeto mutuo.

En definitiva, ha llegado el momento de abandonar el uso abusivo del derecho, del etnocentrismo judicial y el terraplanismo político para adentrarnos en un territorio que a este lado de los Pirineos se me antoja como inexplorado: el del reconocimiento mutuo como sujetos políticos, el del diálogo honesto, el de la búsqueda de soluciones sin condiciones previas. En el fondo, se trata de avanzar hacia un esquema democrático de solución de conflictos que permita cimentar el respeto mutuo y, si las cosas se hacen bien, recuperar el cariño, que ya no amor, que permitirá una convivencia vecinal adecuada y propia de dos estados democráticos y de derecho.