La inmortalidad es uno de aquellos hitos que la humanidad viene persiguiendo desde el inicio de los tiempos y que no acaba de alcanzar nunca, ya sea porque no se han hecho todavía los suficientes y necesarios avances tecnológicos o bien porque este será siempre un objetivo inalcanzable, por muchos esfuerzos que se inviertan. Como aquello de San Agustín, que quería poner toda el agua del mar dentro de un hoyo hecho en la arena de la playa y alguien le hizo ver que más bien era trabajo en balde.

¿Pero qué sería exactamente la inmortalidad? ¿No morir nunca y que el cuerpo perdure físicamente tal y como lo conocemos o desaparecer de este mundo y empezar a vivir en otro del cual nadie nunca ha vuelto? ¿La vida eterna puede darse fuera del ámbito del raciocinio conocido o si no es tangible y reconocible no nos vale? Independientemente de los debates entre ciencia y religión —que no siempre son antagónicos— otra variable a tener en cuenta es desde dónde la miramos, esta posible perennidad: desde el prisma de quién se va o desde los ojos de quién se queda.

Probablemente, la inmortalidad es la memoria de los vivos. Como se suele decir, uno nunca muere del todo si hay alguien que te recuerda y que habla de ti. La evocación latente hace que los difuntos resuciten un poco más en cada conversación. Vete a saber si llegaría el día en que, de tanto hablar de ellos, volverían a ser cuerpos palpables. Mientras tanto, nosotros nos tenemos que conformar con el espíritu, que no tiene tacto pero sí alma. Es posible que el elixir de la eterna juventud sea sembrar en vida para que los frutos puedan ser recogidos incluso una vez traspasados. La edad biológica no siempre es la que manda.

Los instantes con que los ausentes pincelan nuestra cotidiana existencia los hacen revivir y múltiples son las formas con las que se manifiestan

En todo caso, la duda nos aborda solo a los que nos quedamos —de saber o no si a los que faltaron les llega nuestro pensamiento— porque a los ausentes no se lo podemos preguntar. Ellos, y ellas, deben hacer también sus tertulias celestiales —o infernales— y vete a saber si nuestra longevidad en la Tierra depende igualmente de las veces que los muertos nos piensan y nos mencionan, desde su inmaterial universo. Quizás son vasos comunicantes las memorias que nos vamos teniendo unos y otros y esta retroalimentación mantiene activa la invisible cadena de la estima intemporal.

Los instantes con que los ausentes pincelan nuestra cotidiana existencia los hacen revivir y múltiples son las formas con las que se manifiestan. Una canción de fondo. Un olor evocador. Una foto en blanco y negro olvidada en un cajón. Una frase hecha que solían decir. La sopa de la yaya, la azada del yayo. El modelo de coche que tenía el tío y aquel claxon escandaloso que ha dejado de fabricarse. La colonia que utilizaba la tía. El arroz hervido que nunca conseguimos que tenga el mismo sabor. Un cuento explicado en el regazo. Un delantal medio decolorado. Una bicicleta en desuso. Un vinilo precintado. Unos manteles bordados.

Hay objetos y emociones que tienen nombre y apellido, da igual si forman parte del mundo de las defunciones o del de las cosas despiertas. La experiencia puede habitar diferentes fronteras, a ambos lados del presente estricto y corpóreo. Hay nacimientos que no acaban de terminar y envejecimientos que hacen marcha atrás. Hay perpetuidades disfrazadas y células que vibran y flotan a pesar de los años. El infinito es una realidad porque hay gente que nunca muere.