Esta semana he tenido el honor de presidir el tribunal de una Tesis doctoral en la que una estudiante presentaba el trabajo de investigación que había realizado durante los últimos 5 años, con el fin de optar al título de Doctora, el título académico más alto y reconocido que los científicos podemos aspirar a obtener. El trabajo de investigación versaba sobre enfermedades genéticas ultrararas, aquellas que afectan a un porcentaje muy pequeño de nuestra sociedad. Son enfermedades que tienen nombres difíciles de recordar, normalmente el de los médicos que describieron por primera vez a un paciente con una sintomatología muy característica y diferente de la de las personas no afectadas. En el caso que ocurre, la investigación se centraba en enfermedades que alteran el neurodesarrollo de los bebés y niños y, por lo tanto, la enfermedad se suele diagnosticar clínicamente en pediatría, porque afecta gravemente a muchas características externas (como la morfología del cráneo o de los rasgos faciales), pero también está asociada a déficits cognitivos y retraso mental. La investigación se inició por una familia desesperada por poder diagnosticar clínicamente a su hija, Marta, afectada por una enfermedad de la cual los pediatras no podían dar referencia. Una enfermedad tan ultrarara que no sale en los libros, o si sale, está en medio de una lista de muchísimas enfermedades más. En las enfermedades ultrararas, si hay suerte, la enfermedad recibe un nombre propio, pero se desconoce la causa genética. Y encontrar este nombre para un paciente afectado suele necesitar 5 a 8 años de un recorrido largo y tortuoso.

El diagnóstico genético es primordial para los pacientes y las familias. Poner nombre a la enfermedad es un primer paso, pero saber cuál es la instrucción genética qué no funciona, cuáles son exactamente las mutaciones del DNA que provocan que una vía metabólica no funcione, o que una proteína no ejerza correctamente su función, es requisito imprescindible para ofrecer consejo genético si los padres u otros familiares quieren tener más hijos; para encontrar qué tratamientos actuales pueden paliar algunos de los síntomas de la enfermedad y, para que quizás algún día, después de mucha investigación, se pueda encontrar un tratamiento específico de precisión que evite el desarrollo o la progresión de la enfermedad. Hay que saber qué no funciona para poder ponerle remedio. Actualmente, la secuenciación masiva permite secuenciar y analizar el genoma de cualquier persona. Parecería que el diagnóstico genético tendría que ser muy fácil, pero es una tarea de titanes. El genoma humano es inmenso, la parte que codifica para nada llega al 2% de todo nuestro genoma, y buscar la mutación se convierte en la búsqueda de una aguja en un pajar, o como yo digo muchas veces, la búsqueda de un tesoro enterrado en una isla. Si tienes un mapa y coordenadas, todo es más fácil, pero para muchas enfermedades no hay mapa y, además, el océano está lleno de islas.

Las enfermedades pediátricas son cautivadoras. Todos comprendemos que los padres quieren encontrar una solución, un tratamiento para la criatura que tanto aman. Las asociaciones de familias agrupan a muy a pocas familias para cada enfermedad, pero extremadamente activas y motivadas, removerían cielo y tierra si tuvieran la potestad, y hacen recaudación de dinero entre sus amigos y conocidos para financiar la investigación de estas enfermedades raras (también llamadas minoritarias), porque saben que hay mucho poco dinero para investigar en biomedicina, y la mayoría de recursos se van para investigar enfermedades de mayor prevalencia en la población, como cáncer, diabetes o Alzhéimer. Poco dinero, pero llenos de esperanza y de expectativas. Por eso, los que nos dedicamos, no podemos desfallecer ni tirar la toalla, porque ellos, los pacientes y las familias, nos empujan día a día, y con su perseverancia nos sacuden y nos impulsan a continuar.

No podemos pensar que las enfermedades raras o ultrararas no van con nosotros, nuestro genoma contiene un montón de mutaciones, e incluso cuando en algún gen no tenemos, nuestros hijos pueden heredar una mutación nueva.

Curiosamente, una de las ideas que acaban arraigando en la sociedad, entre las personas y familias que no tienen ningún miembro que sufra una enfermedad rara (todavía menos una ultrarara), es que estas enfermedades son problema de unas pocas familias. Muchos piensan que eso de las mutaciones es un fenómeno extraño. Nada más lejos de la realidad. Si juntamos las cerca de 10.000 enfermedades hereditarias conocidas, de un 6% a un 8% de la población estamos afectados de una enfermedad rara u otra. De hecho, todos somos portadores de un gran número de mutaciones, pero normalmente no nos enteramos porque somos portadores de mutaciones recesivas, es decir, tenemos una copia del gen correcta y otra mutada, de forma que la copia correcta proporciona la cantidad de proteína suficiente para hacer su función. Como no secuenciamos nuestro DNA, somos totalmente ignorantes, hasta que desafortunadamente, podemos tener descendencia con otra persona portadora de mutación en el mismo gen y podemos tener un hijo afectado de una enfermedad recesiva, como la fibrosis quística. Si supiéramos de entrada todas las mutaciones de las cuales somos portadores, seguramente se nos pondrían los pelos de punta. Solo para haceros un apunte, si solo nos fijamos en una enfermedad, como la ceguera hereditaria, aproximadamente un 45% de las personas de origen europeo es portadoras de como mínimo una copia mutada, en recesividad, en un gen causativo.

Una de las conclusiones que pusieron de manifiesto en la Tesis de ayer, y de forma quizás sorprendente, la causa genética de las enfermedades ultrararas —estas que os acabo de comentar al inicio, con una afectación del niño tan grave— suele radicar en mutaciones de novo. ¿Qué quiere decir de novo? Quiere decir que cuando secuenciamos todos los genes de la madre, el padre y el niño (lo que denominamos secuenciación del trío pare-madre-descendiente), resulta que la mutación es exclusiva del paciente, y que ni el padre ni la madre son portadores de ninguna mutación en aquel gen causativo. ¿Y cuándo se han producido estas mutaciones? Pues en la generación del óvulo o del espermatozoide, o en los primeros estadios del embrión. Y esta mutación única —como ha sucedido en un gen relevante del desarrollo– es suficiente para causar una enfermedad grave que, muchas veces, acabará causando la muerte prematura del paciente, sea en la infancia o en la adolescencia. Aquí no sirven las leyes de Mendel para hacer cálculos de probabilidades, tampoco habría servido que los padres hubieran hecho secuenciado su genoma antes de tener hijos para saber si eran portadores o no. Sencillamente, no se puede evitar. Ha actuado el azar, incontrolable e imprevisible, y se ha incorporado una mutación nueva, sin ningún precedente a la familia, en un gen que codifica para una proteína muy importante, tan importante que aunque quede una copia correcta del gen y solo una de las copias esté mutada, no se fabrica la cantidad suficiente de proteína para asegurar la función celular y se produce la enfermedad.

Así que ya veis, De hecho, heredan en muchos genes y regiones del DNA que no siempre detectamos. Todos somos mutantes.