A los humanos nos gusta hablar. Bueno, de hecho, lo que nos gusta es conversar. Una de las cosas que más echamos de menos durante la pandemia fue mantener una conversación, corta o larga, con nuestros vecinos, con la gente que nos cruzamos en el ascensor, con los compañeros de trabajo, con la familia. Confinados, y aislados del contacto. Cuando una persona vive sola, puede sentirse aislada, y sabemos que hablar con una interfaz de computadora no sustituye ni mucho menos la conversación ―sea insignificante o profunda― que ejercemos entre humanos. Hablamos para entretenernos, para comprar o para vender, para hacer amigos, para no sentirnos solos, para demostrar que nos queremos, para tejer un vínculo emocional. La conversación es una actividad humana universal, ubicua y común. Tan común que cuando entramos en una sala donde hay gente, en un bar o en un patio de colegio, nos extrañaría mucho no oír el runrún de las conversaciones. Los humanos conversamos, somos habladores por naturaleza, unos más que otros. Y lo hacemos muy bien, aunque es una actividad fruto de muchísimas acciones, entre ellas acciones cognitivas y sensoriales a varios niveles, y de una coordinación motora exquisita. Lo hacemos tan bien que sólo nos damos cuenta de ello cuando no hablamos.

La conversación es una actividad social y, por lo tanto, objeto de estudio en diferentes disciplinas. En general, se estudia el motivo o la calidad de la conversación, pero raramente se estudia en qué momento se acaba una conversación iniciada. A veces, las conversaciones acaban por factores externos, por ejemplo, cuando un ascensor llega al piso de uno de los ocupantes o un tren llega a la estación. Sin embargo, cuando no hay factores externos, ¿creéis que acabamos las conversaciones cuando las damos por zanjadas? Si la conversación tiene un objetivo claro, tendríamos que acabarla cuando este objetivo se consigue, pero... ¿es realmente así?, ¿qué condicionantes determinan este final? Esta pregunta se la han formulado un grupo de psicólogos norteamericanos y lo han intentado responder con el estudio de casi mil conversaciones duales (entre dos personas). Los resultados del estudio son muy sorprendentes.

En primer lugar, podríamos pensar que la conversación se acaba cuando las personas implicadas lo deciden, sin embargo, ¿lo deciden las dos o cuál de las dos lo decide? Si la conversación tiene un propósito, parecería lógico que la conversación se acabe cuando al menos una de las dos personas considere que ya ha cumplido este fin. Sin embargo, las conversaciones no siempre tienen el mismo objetivo para los dos "conversantes" y, de hecho, los investigadores llegan a la conclusión de que, con respecto a la duración de las conversaciones, no hay coordinación. Para entender un poco la magnitud de la tragedia, imaginad que sois dos amigas que quedáis para pedir comida, a una le gusta la comida mexicana y a la otra le gusta el sushi. Lo normal es que lo hablen entre ellas e intenten ponerse de acuerdo. Es un problema de coordinación. Para ponerse de acuerdo, tienen que comunicar sus deseos y, entonces, ir hablándolo o pactando (por ejemplo, una semana se hace lo que quiere una y la otra semana, lo que quiere la segunda), pero todos sabemos que no todo el mundo comunica realmente lo que quiere. Imaginaos que ninguna de las dos se atreva a decir realmente lo que le gusta, por miedo a escoger mal o por no querer imponer sus deseos. Aunque no sea muy habitual, todos conocemos personas que parecen indecisas, no tanto porque realmente lo sean, sino porque no manifiestan claramente lo que quieren. Es imposible coordinarse si no hay comunicación en las dos direcciones. Esta situación suele acabar mal, o una de las dos se impone siempre, o pueden acabar comiendo hamburguesa y patatas fritas, ¡cuando ninguna de las dos quería esta comida!

Los humanos no tenemos claro cuándo tenemos que acabar las conversaciones. Las convenciones sociales hacen que pequemos de excesivamente prudentes

Pues resulta que en la duración de las conversaciones, el efecto de descoordinación es muy frecuente, porque las convenciones sociales hacen que no sea aceptable cortar una conversación y que se considere de mala educación dejar a otra persona con la palabra en la boca. Intentamos adivinar las intenciones del otro "conversante" mediante la mirada, la gestualidad o el tono de voz, sin embargo, claro, alargamos o acortamos minutos en medio de la descoordinación de la no comunicación. Incluso, buscamos subterfugios externos para poder acabarla sin sentirnos mal (con frases muy similares a "lo-siento-pero-tengo-prisa" o "te-tengo-que-dejar-que-he-quedado"). Los investigadores han hecho varios estudios complementarios, de los cuales os destaco un primer estudio que analiza las conversaciones duales de 806 participantes con personas que ya conocían antes del estudio (amigos, pareja o familiares). Por término medio, las respuestas muestran que los participantes hubieran querido alargar las conversaciones casi dos minutos más de lo que habían durado, aunque este valor es engañoso: cuando se hace una media, los valores positivos (tiempo más largo de conversación) se compensan con los negativos (tiempo más corto de conversación). La realidad es que había un decalaje casi de 7 minutos entre la duración real de la conversación y la duración que el participante pensaba que habría sido la duración correcta. De hecho, la mitad de la gente preguntada creía que se tendría que haber alargado o acortado la conversación más de un tercio de la duración total. Sin embargo, en este estudio sólo se tenía en cuenta la opinión de un "conversante" (el que había respondido a la encuesta) y quizás en la conversación se había impuesto la decisión del otro participante.

A continuación, en un segundo estudio, los investigadores analizan conversaciones realizadas en el laboratorio, uniendo al azar a dos personas desconocidas. Les daban un mínimo de un minuto y un máximo de una hora. Y después los entrevistaban por separado para ver qué opinaban de la duración de la misma conversación. En este estudio, los resultados son más completos, porque además de los valores promedios, también se compara el grado de concordancia entre los dos conversantes, y si alguno de ellos (o ninguno) está satisfecho de la duración de su conversación. Según estos estudios, la mayoría de conversaciones no acabaron cuando lo querían los dos participantes. Casi la mitad de los "conversantes" pensaba que la conversación tenía que acabar antes de lo que lo hizo, en un 29,3% de las conversaciones decidió uno de los "conversantes" cuándo poner el punto y final, y en un 10% de las conversaciones los dos participantes creían que quizás acabó antes de lo que querían.

En resumen, los humanos no tenemos claro cuándo tenemos que acabar las conversaciones. Las convenciones sociales hacen que pequemos de excesivamente prudentes ―para no resultar pesados o para no despreciar al otro conversante― y no nos preguntamos mutuamente cuándo y cómo queremos acabarla. La mayoría de nosotros quedamos poco satisfechos de la duración de la conversación, con una diferencia de duración sustancial entre lo que hubiéramos querido y la duración real, tanto sea por exceso como por falta de tiempo. Para rematar el tema, seguramente, sólo la gente que habla con las interfaces de ordenador acaba la conversación realmente en el momento en el que la quiere acabar, porque, en realidad, no es una conversación entre iguales. El día en que las convenciones sociales también determinen la duración de una conversación con Alexa, Siri o similar, o los ordenadores pongan punto y final a nuestras conversaciones, entonces sí que nos lo tendremos que replantear todo...