Como no podía ser otra manera, una gran mayoría de los artículos en torno al quinto aniversario del 1 de octubre se han dedicado a destripar las miserias que siguieron al día mágico de la votación. Y tienen razón, dado que el concepto que mejor recoge lo que ha pasado estos últimos años es, justamente, este: miseria. Cinco años después, tenemos el país despedazado, miles de personas siguen sufriendo las garras de la represión judicial, tenemos un exilio insufrible, las instituciones catalanas están tuteladas y jibarizadas, el movimiento independentista está en fase catatónica, una generación entera de líderes catalanes ha quedado quemada, el conflicto catalán ha desaparecido del mapa internacional, y en las Españas se ríen de nosotros, convertidos en una especie de autonomía de andar por casa. Además, hay que añadir la autocrítica necesaria por la retahíla de errores que se cometieron desde las filas independentistas, aunque se puede entender la terrible presión de aquellos momentos. En resumen, se podría decir que si aquel Primero de Octubre fue un modelo para el mundo y, al mismo tiempo, un reto muy serio para el estado español, cinco años después hemos quedado como un borrador de un sueño fallido.

Sin embargo, ¿realmente es así? Es decir, ¿la única lectura posible es la derrotista, la que bascula, exclusivamente, entre la autoflagelación por los errores cometidos y el lamento inacabable por la represión sufrida? ¿No sacamos nada glorioso entre tanto sentimiento de derrota? Con la lupa pequeña, es evidente que el paisaje es tan desolador, como profundo el desencanto. Pero si intentamos ampliar el foco y situar todo el proceso de estos últimos años en el marco histórico, hay margen para la autoestima e, incluso, para el optimismo. No quiere decir que no nos tengamos que lamer las heridas (que, por cierto, todavía sangran diariamente en los juzgados españoles, y en los caminos del exilio), ni tengamos que dejar de practicar la autocrítica más severa. Pero al mismo tiempo también, por salud colectiva y por simple justicia, hay que enaltecer todos aquellos aspectos grandiosos de lo que hicimos y pasó. Al fin y al cabo, no construiremos las opciones de futuro arrastrándonos eternamente por el barro de nuestras miserias, sino levantando la mirada, porque no olvidemos que el derrotismo es tan destructivo como la represión.

Catalunya ha sufrido momentos de extrema debilidad, ha aguantado tres siglos de represión continuada, y, a pesar de las dificultades, no ha dejado de resistir. Tampoco lo haremos ahora

Lo primero que hay que recordar es que el pueblo catalán, sometido desde hace tres siglos a un estado depredador que nunca ha cesado en el esfuerzo por destruirnos como nación, fue capaz de enfrentarse a toda la maquinaria represiva del Estado, para defender las urnas con el propio cuerpo y vivió una gesta colectiva modélica para el mundo. El pueblo estuvo ahí, que se movilizó y resistió. Y previamente estuvieron los dirigentes, tanto políticos como sociales, que se pusieron al frente sabiendo los riesgos que corrían. Y también estuvieron todos aquellos, la mayoría anónimos, que prepararon una logística tan inteligente que burló todos los aparatos del Estado, incluso al propio CNI. Y también estuvieron los CDR, la gente organizada de los barrios y de los pueblos. A pesar de las dificultades enormes, la tendencia al cainismo, tan habitual en los pueblos sometidos, y a pesar de la falta de experiencia en un movimiento de esta envergadura, no falló nada y el 1 de octubre votamos. Ahora, pues, ya sabemos que lo podemos hacer y que sabemos cómo hacerlo, y este es el primer éxito: el 2017 nos cambió como pueblo. Nunca, en toda la historia de nuestra nación desde 1714, habíamos sido capaces de presentar una batalla democrática tan importante, hasta el punto de ser el riesgo más elevado que ha tenido España con Catalunya. Que no lo consiguiéramos en este primer intento no quiere decir, pues, que no lo volvamos a intentar; al contrario, el germen del 17 volverá a activarse más pronto que tarde. Con un añadido que es indiscutible: muchos miles de catalanes se desconectaron de España para siempre, y la idea de una Catalunya independiente se visualizó como una opción real de futuro, especialmente entre las nuevas generaciones que lo vivieron siendo adolescentes. O quizá no recordamos que hace dos días éramos cuatro gatos los que defendíamos la independencia. Y en poco tiempo... el estruendo que estalla en sintonía colectiva.

Un segundo aspecto importante es que hemos aprendido mucho de todo lo que pasó. Quizás fuimos naifs en el momento de valorar la reacción del Estado, pero este error no creo que se vuelva a cometer. Sabemos cómo se las gasta el estado español, a qué niveles de represión puede llegar, y la impunidad con la que destruye derechos fundamentales. Cualquier nuevo intento tiene que valorar este hecho y prepararse a los niveles que exige un proceso de revuelta democrática. Finalmente, tampoco es menor lo que significó en el contexto internacional. Es cierto que hemos perdido el empuje de 2017, pero también lo es que antes del 17 sencillamente no existíamos. La última vez que Catalunya había estado en la portada del New York Times, por poner un ejemplo, fue el 1936, y hasta el 2017 no volvimos a salir. El 1 de Octubre situó el conflicto catalán en el mapa de Europa y del mundo, y hay que añadir que el trabajo ingente del exilio catalán, añadido a sus éxitos judiciales en Europa, ha mantenido su presencia, tímida, pero continuada. Es decir, la causa catalana ahora existe, y antes de 2017 no existía, la cual cosa, si se vuelve a producir el envite, no es definitiva, pero tampoco es menor.

¿Volverá a ser posible? No tengo ninguna duda. Catalunya ha sufrido momentos de extrema debilidad (en algunos momentos con un riesgo real de desaparición como nación), ha aguantado tres siglos de represión continuada, y, a pesar de las dificultades, no ha dejado de resistir. Tampoco lo haremos ahora. Que el desánimo sea la semilla de un ánimo renovado. Que la desconfianza dé paso a nuevas complicidades. Que la desunión de unos se transforme en nuevas uniones. El sentimiento sigue ahí, la gente no ha desaparecido, el sueño está intacto, sólo hay que volver a creer. Y recordar, recordar que somos un pueblo resiliente que, a pesar de todos los intentos, todavía alza la bandera.

Acabo con la frase de Josep Pla que Antoni Gelonch ha rescatado estos días en Twitter: "La única manera de luchar contra la terrible invasión del olvido, de crear una memoria colectiva, es recordar, infatigablemente, lo que algunos hombres —es decir, el pueblo— han hecho un poco más allá de los intereses particulares, inmediatos y pequeños". Algunos hombres, algunas mujeres, no; muchas mujeres y muchos hombres...