La Italia sin italianos ya está aquí. Hace años que lo auguró Felipe González, el viejo zorro de la política que antes que nadie habló de “pulsión de cambio” y “fin de ciclo” tras un proceso de fragmentación política que, de momento, no ha convertido a sus principales actores en expertos negociadores, sino en todo lo contrario.

Demasiados años de bipartidismo y de alternancia pacífica dan como resultado una cultura política centralizada, hegemónica y que, en demasiadas ocasiones, ha funcionado a golpe de mayorías absolutas. Y si a los vicios del pasado se le añade la táctica y el cortoplacismo del presente, aquí no habrá un gobierno local, regional o nacional que dure cuatro años. Las legislaturas son ya más el periodo que transcurre entre elección y elección que el tiempo que un gobierno emplea en el desarrollo de un proyecto político. Todo por la mirada corta y la falta de grandeza.

La irrupción de Podemos como evolución del movimiento 15-M y la de Ciudadanos como partido diseñado para enfrentarse al independentismo catalán ―pero que con la complicidad de los grandes medios de comunicación y el mundo empresarial, se posicionó a escala nacional― lo cambió todo hace cuatro años. Y ahora Vox ha acabado por desbaratar por completo la situación.

Si a los vicios del pasado se le añade la táctica y el cortoplacismo del presente, aquí no habrá un gobierno local, regional o nacional que dure cuatro años

El pluripartidismo ha transitado hacia el “bloquismo” y la negociación, sea entre bloques o entre siglas, en un sindiós. En los últimos días todas las miradas apuntan a Ciudadanos, decisivo en la formación de distintos gobiernos, pero renuente a hacer explícita su voluntad de acuerdo con la ultraderecha. La voluntad de Rivera de abandonar su condición de partido bisagra para disputar el liderazgo de la derecha tiene perplejos, cuando no indignados, a propios y extraños.

El líder de los naranjas se enfrenta ya a su primera crisis de liderazgo, después de que fundadores y miembros destacados de su propia dirección hayan dado la voz de alarma ante el rumbo que está dispuesto a tomar. Lo peor no son las críticas internas, sino la paciencia de quienes construyeron mediática y financieramente a un personaje cuyo cometido no era ser un estorbo para la estabilidad institucional, que es en lo que para algunos se ha convertido ya.

Tanto veto, tanta amenaza y tanta sobreactuación para imponer con quién sí o quién no se sienta a negociar, si pueden o no entrar en los gobiernos los de Vox o si se dejan fotografiar o no con la ultraderecha, no puede acabar más que en un lamento por haber ido demasiado lejos. La política es algo más que el gesto o la hiperbólica declaración. Es, sin duda, la capacidad de hablar, es diálogo, es transacción y es acuerdo. A Rivera se le acaba el tiempo y a sus promotores, el temple. O pacta con Vox y asume las consecuencias en España y en Europa del apareamiento con la ultraderecha o alcanza un acuerdo global con el PSOE que dé estabilidad y demuestre que los políticos españoles han aprendido a hablar el italiano. De momento, están suspensos.