Vivimos inmersos en un contínuum electoral, en el cual no salimos de una cita que ya estamos inmersos en otra, sin que los gastos multiplicados parezcan interesar a nadie, y todavía menos a quien las convoca a destiempo, por la causa que sea.

Las campañas electorales, y su reiteración, no acostumbran a ser buenos momentos para el contraste razonable de ideas, ni para la serenidad en el debate, ni para la prudencia en las expresiones, y uno tiene la sensación de que siempre estamos dando tumbos, sin llegar a poder captar demasiado la letra y música de lo que tocan las diferentes agrupaciones que se presentan. Cuando, además, hay una proliferación voluminosa de candidaturas, la sensación es que no puede haber tantos posibles diagnósticos y soluciones a los problemas que tenemos como sociedad, y el resultado es que aumenta la tentación de volver la espalda e inhibirse.

La democracia representativa que tenemos no puede vivir sin el contraste civilizado de ideas, pero un exceso de oferta puede llegar a inducir la inhibición de una parte del electorado agobiado por una oferta que no tiene ninguna, o poca, relación con la demanda electoral real. La democracia tanto se puede debilitar por defecto como por exceso de la oferta electoral, porque la atomización puede representar mejor el electorado, pero es un camino seguro a la inestabilidad y es una puerta abierta a los posibles, y probables, cambalaches electorales, donde se juega con los votos en función de los egos y ansias de poder de cada uno de los actores implicados.

Sea como sea, cualquier acción gubernativa me parece que se tendría que basar en la aplicación efectiva de cuatro verbos: escuchar, priorizar, presupuestar y ejecutar, y que estas acciones tendrían que ser consecutivas en la formulación de políticas públicas.

Presupuestar es solo el inicio de una larga cadena de hechos que, con suerte, acaban en la ejecución de aquello que había sido presupuestado

Habría que empezar por escuchar, aunque aquí hay otro problema: ¿a quién? Demasiado a menudo la escucha se hace en función de aquello que se quiere escuchar. Entidades sin arraigo o con un número desconocido de miembros, se erigen en representativas de la ciudadanía, y se crean cada vez más organismos de supuesta representatividad que son copados por minorías activas y bien organizadas. En una democracia representativa hay que ir con cuidado con estos cuerpos supuestamente participativos, en los cuales es difícil averiguar el grado de representatividad de los miembros.

Una vez escuchada la ciudadanía, estableciendo mecanismos no dirigistas para hacerla efectiva, hay que priorizar. Seguro que pueden aflorar muchas ideas y reivindicaciones, pero es preciso establecer algún criterio para discernir aquellas que tendrán un impacto mayor sobre el bien común, que afectarán positivamente a más ciudadanos, o que fundamentarán el avance hacia una sociedad más culta, solidaria, avanzada y abierta.

Establecidas las prioridades, habrá que elaborar un presupuesto que las tenga presentes. Los hay que prefieren el método del riego por aspersión, que moje a todo el mundo, con el menor gasto, que nadie se pueda quejar, pero sin permitir sacar adelante proyectos ambiciosos, porque hay mecanismos que no lo permiten. No es un sistema intrínsecamente malo, pero quizás tendría que ser complementado por una apuesta más decidida por acciones que dan más empaque a nuestra sociedad.

Ahora bien, como bien sabemos y los datos lo demuestran, presupuestar no es el final. Todo lo contrario, presupuestar es solo el inicio de una larga cadena de hechos que, con suerte, acaban en la ejecución de aquello que había sido presupuestado. No he entendido nunca que la mayoría de los medios de comunicación, y muchos políticos, se interesen más por las horas inacabables de discusión del presupuesto, que por saber qué parte del total ha sido ejecutada. Las cifras en muchos casos son completamente decepcionantes, por una multitud de factores, pero el resultado negativo de la ejecución presupuestaria incluye todos los problemas de una gestión administrativa ineficaz: exceso de burocracia; decisiones poco meditadas; obstáculos internos, etc., que acaban produciendo que muchos discursos que ahora nos ofrecerán no sean demasiado creíbles. Y sobre todo no lo son porque en este tema jugamos, además, con el efecto de la reiteración, de la no ejecución año tras año.

Cuando depositemos el voto, pensemos también en quién es capaz de conjugar mejor los cuatro verbos que he mencionado en este artículo. Porque, como decía el presidente Jacques Chirac, las promesas en campaña electoral solo obligan a los que se las creen... Contra este cinismo, analicemos bien el comportamiento de cada uno. Y distingamos las promesas de las realidades.