Sinceramente, los papeles de Epstein parecen una versión fotoperiodística del camarote de los hermanos Marx. Una especie de novela por entregas en la que van apareciendo, gota a gota —como una gota malaya—, un montón de figuras públicas que quisieron jugar a médicos y a enfermeras con menores. Son tantos los que salen en la foto —bien encuadrados, mejor enfocados— que el miedo de los afectados ha provocado un terremoto de magnitud 10 en la escala Richter ante la evidencia de los 13.000 documentos puestos a disposición del pueblo pero sin el pueblo. Y viendo la evolución de los hechos, parece que el efecto dominó pillará con las posaderas al aire a peces gordos del Partido Republicano y del Partido Demócrata, figuras que, en otro tiempo, se dejaron mimar y se congratularon de las atenciones de un Epstein que nunca pensó que acabaría con la tráquea rota en una celda de una cárcel de alta seguridad de EE.UU.
Y, oh milagro, quien parece que saldrá mejor parado de todo el asunto es el lobo de la Casa Blanca, y no porque no existan pruebas evidentes de su implicación —las fotografías de su babosa atención hacia las ninfas son numerosas—, sino por la censura impuesta por el Departamento de Justicia con el objetivo de proteger al presidente. Si este fuera el caso, estaríamos ante una escandalosa circunstancia que habría hecho caer, en otros tiempos, a cualquier administración estadounidense. Pero en la era de la futilidad, me pregunto qué hubiera sucedido con Richard Nixon si el caso Watergate hubiera ocurrido a estas alturas del siglo XXI. Seguramente, Nixon no habría dimitido, y los periodistas de The Washington Post Bob Woodward y Carl Bernstein estarían detenidos, acusados de alta traición a la nación. De ese periodismo leal a la democracia queda muy poco, teniendo en cuenta que el dueño de The Washington Post es Jeff Bezos, uno de los tecnoautoritarios —término extraído de un artículo fantástico de Francesca Bria publicado en La Vanguardia— que han jurado lealtad sine die a Trump. Desde un punto de vista sexual, los "Epstein files" podrían también considerarse un "Deep Throat", una garganta profunda, en la que unos ricos del carajo, que se aburrían coleccionando poder, decidieron cruzar la frontera de la infamia con niñas psicológicamente vulnerables, modelables y rotas.
Es esencial, no obstante, que los personajes que han aparecido retratados o mencionados en los archivos de Epstein estén sujetos a una presunción de inocencia que la sociedad actual, tan necesitada de espectáculos de una gratuidad blasfema, niega a cualquier ser humano bajo sospecha. Hasta el encarcelamiento definitivo del magnate neoyorquino, todo giraba en torno a la fuerza gravitatoria de los magnates de Wall Street y quien no salía en una foto con Epstein era un paria social, y quien haya vivido en Nueva York entiende perfectamente la importancia del instante. Razón por la cual, admitiremos que no todos los que salen en las fotos participaron en las intimidades inconfesables de Epstein, como es el caso de un personaje que se ha convertido en una aparición casi mariana. Una de las personas que ha aflorado del fango de los archivos es Ana Obregón, más conocida como "Anita la Fantástica", que ha negado saber nada de las fechorías de un amigo de juventud que ayudó a la familia Obregón a recuperar un dinero perdido tras una mala inversión. Era una época en la que la madrileña buscaba convertirse en una actriz de talento matriculándose en el Actors Studio y acabó formando parte de un círculo de Epstein en el que Ghislaine Maxwell aún no había asumido el rol de Mesalina. Y, como Anita, hubo cientos de fantásticos decorosos.
Si el caso Watergate hubiera sucedido hoy, seguramente Nixon no habría dimitido, y los periodistas de 'The Washington Post' Bob Woodward y Carl Bernstein estarían detenidos, acusados de alta traición a la nación
El terrible problema de toda esta historia es que, como ocurre en todo el mundo, la fachosfera —expresión que se hizo popular en Francia tras la publicación del ensayo "La Fachosphère", escrito por Dominique Albertini y David Doucet— vive en el limbo de la impunidad. De los papeles de Epstein, quienes saldrán peor parados son los enemigos —que no de clase— de Donald Trump, amparado por una masa de votantes que, como reconoció él mismo, lo seguirían votando aunque se pusiera a disparar a transeúntes en medio de la Quinta Avenida. Esta impunidad es la que le permite hacer y deshacer sin necesidad de explicaciones. Lo que le permite ordenar la entrega de los archivos de Epstein debidamente recortados por el Departamento de Justicia para salir de ellos libre de pecado. Y sin la amoralidad de los trumpistas —grupo iniciático de esta fachosfera global—, Trump no habría tenido que dimitir, porque no se habría atrevido a presentarse a la reelección tras el asalto al Capitolio perpetrado por un ejército armado de MAGAS. En los años setenta, Trump habría sido detenido.
Ante esta impunidad global de la fachosfera, se agradecería que las fuerzas progresistas no quisieran competir en corrupción con sus enemigos, porque, como queda patente en cada cita electoral, la fidelidad de los votantes progresistas es más proclive al desamor y a la deserción electoral. Lamentablemente, la condición humana es la que es, y el PSOE se ha hundido electoralmente en Extremadura por culpa de la corrupción, barrido por el impulso electoral del PP y de Vox, dos fuerzas con múltiples casos de corrupción en los juzgados y en el armario. Este es el gran pecado y la gran virtud del voto granítico de la fachosfera.
Si Donald Trump queda impune en el caso Epstein, ya no habrá vuelta atrás. Aquí, en este país tan mal parido desde la maldita Transición, todavía no se han atrevido a traspasar la última frontera de la ignominia, pero habrá un día en el que Ayuso podrá decir, sin vergüenza, que si disparase contra peatones en medio de la Castellana, no perdería votos. Sé que es una metáfora, pero la historia está llena de metafóricas indecencias.
