Es curioso de ver como los moralistas de la tribu se ponen agresivos y adoptan actitudes cada vez más inquisidoras a medida que España les recorta el poder. Como ya pasó antes del 9-N, cuando Jordi Pujol publicó su carta autocondenatoria, los juicios contra los presos políticos han envenenado el ambiente. 

En un país ocupado, el orden solo se puede mantener a través del miedo y, como que la violencia explícita tiene mala prensa, los gestores de la colonia necesitan subir los niveles de moralina. El objetivo es que todo el mundo se sienta en peligro para que nadie pueda analizar los juicios de Madrid con un mínimo de frialdad.

Una de las pocas feministas valientes que conozco me escribió el otro día pidiendo que me leyera un artículo que no se decidía a mandar a su diario: “En casa dicen que me quedaré sin trabajo”. El día siguiente, Twitter linchaba a Joaquín Luna por una columna de soltero alegre, como las que hace siempre, dedicada a los hombres de más de 50 años que prefieren acostarse con chicas jóvenes. 

El sistema necesita victimizar a los ciudadanos para hacerlos sentir impotentes y a la vez aparentar que protegen algo. Para bloquear el debate y el pensamiento vale todo, desde los abusos sexuales hasta la situación de Venezuela, un país que los políticos catalanes y españoles usan de manera recurrente para esconder sus vergüenzas, sin ningún sentido geopolítico. La crispación que genera el descrédito de los dirigentes procesistas produce situaciones de una agresividad carnavalesca. 

Ayer por la tarde quedé patitieso escuchando como algunos tertulianos de Catalunya Ràdio trataban a Marina Porras casi de cómplice de los violadores por sus opiniones sobre cómo se tiene que tratar la violencia de género. Pocos días antes de que se supiera que La Vanguardia sigue hundiéndose, Màrius Carol dedicó un editorial a La conspiración de los mediocres

Tanto en Catalunya como en España, los medios financiados con publicidad institucional recuerdan aquel principio fundamental de la ética periodística de Manuel Prado: “El periodista es un sacerdote al servicio de la ideología del Estado”. Los medios de Madrid ya han sentenciado a los políticos procesistas; en Barcelona ya se sabe que las cosas son más complicadas.

A pesar de los esfuerzos de los periódicos, el relato victimista no acaba de cuajar y la identificación de los gestores de la colonia con la situación de los presos cada día es más estrecha. La castración polítical de independentismo, o la desinflamación que piden los fantasmas del 155, no se acaba de producir, y la perspectiva de explotar los juicios con fines electoralistas se desvanece sin remedio.

Muchas vedets de la política catalana empiezan a ver peligrar los beneficios económicos que les daba el odio a España y ahora se giran con furia hacia su casa. La cultura del “tú ya me entiendes” y el humor del Polònia, que es un programa que no haría ninguna gracia en un país libre, ha dejado muchos periodistas y diarios sin defensas intelectuales ante el mundo que viene.

Algunos subscriptores de VilaWeb, por ejemplo, cuentan que Vicenç Partal ha enviado correos a los subscriptores que le han pedido explicaciones por el despido de Diana Coromines, diciendo que no quiere publicar “mentiras” en su diario. El artículo en cuestión criticaba la asistencia de Quim Torra a la cena de Navidad de Foment del Treball para hacerse la fotografía con Pedro Sánchez. 

Es verdad que Torra se marchó de la cena antes de que llevaran los platos, pero no hay que ser filósofo para entender que si se dejó hacer una fotografía sentado en la mesa con el presidente de España, mientras sus compañeros hacían huelga de hambre, estamos hablando de otra cosa. Coromines utilizaba la carne de olla en clave metafórica para denunciar la política errática de un gobierno que lo mezcla todo para disimular su servilismo.

Como ya conté en este diario, la novedad y la esperanza vendrán cada vez más de los márgenes del sistema. En su último artículo en el Financial Times, Matthew Garrahan se hace eco del número de digitales que empiezan a emerger al margen de la publicidad convencional. En la época de las llamadas fake news, que no son ningún fenómeno nuevo, resulta que los lectores están más dispuestos que nunca a pagar voces independientes para tener análisis de calidad. 

La moralina no salvará nadie, en Occidente. Y mucho menos a los presos políticos catalanes, que jugaron con fuego para controlar el presupuesto autonómico y se han acabado quemando.