Ayer por la mañana, mientras escribía, me llama el director de la oficina bancaria y me dice sin demasiados miramientos: “Me tienes que llevar los papeles que te pedí la última vez que nos vimos, si no, te encontrarás la cuenta corriente bloqueada cualquier día de estos”. Protesto. Tengo el dinero en la misma oficina desde antes de nacer. Mis abuelos me hicieron el primer ingreso cuando mi madre se quedó embarazada. Nunca me habían pedido papeles, ni tocado tanto los cojones. 

El chico endulza el tono. Me dice que le sabe mal pero que no es cosa suya, sino de la ley de blanqueo de capitales. Entonces recuerdo que me habló de ella cuando pasé por la oficina a cerrar los flecos de la herencia de mi padre, que también fue un vía crucis burocrático infumable, por no hablar del dinero que me costó. De repente, echo de menos a Anna, la señora que llevaba mis asuntos en el banco hasta hace cuatro días y que debe estar jubilada.

Para facilitarme las cosas, el director me dice que me enviará un correo con los códigos de los documentos que necesita y me sugiere que los pida directamente a mi gestor. La gestoría que me lleva las cuestiones del expolio español es eficiente, pero también ha perdido el clima de familia que había tenido. Hasta hace un par de años, me atendía el tío de un amigo que me leía cada día. Su padre había conocido al president Companys y las declaraciones de hacienda se acababan convirtiendo en tertulias improvisadas.

Cuando le cuento el caso al nuevo gestor, se pone como una moto. En ningún lugar de la ley de blanqueo de capitales ―me dice con una indignación de técnico deshonrado― se exigen los papeles que el banco me pide. La ley dice que los bancos tienen que vigilar de donde sale el dinero de los clientes, pero los papeles solicitados no sirven para saber si trafico con cocaína o vendo armas en el mercado negro. El gestor me asegura que todo es un invento del banco y que el director de la oficina no tiene base para amenazarme:

―Le han ordenado que te diga lo que haga falta, excepto asno, para tener los documentos ―añade resignado, cuando le pregunto si prefiere hacerme llegar los papeles o venir conmigo a discutir con el banquero.

Entonces cuelgo el teléfono y pican a la puerta. Un hombre bajito y achaparrado, con un castellano castizo de los años 70, me alarga un sobre con el sello de la Junta Electoral. Del bolsillo saca un aparato para que acuse la recepción del documento. Pienso en el 1 de octubre, y me veo durmiendo en el suelo, en una de las escuelas que sirvió de colegio electoral. La situación me da tanto repelús que le pregunto qué pasa si rechazo los papeles. Cabreado como un taxista, me dice que él solo es el cartero y que incluso si me niego a coger los papeles tengo que firmar igualmente. 

Le deseo buen día y miro de ponerme en contacto con la oficina de la Junta Electoral para saber cuáles son mis derechos. Preferiría no tener que ayudar a celebrar unas elecciones españolas. Supongo que si hago objeción de conciencia me caerá una multa, pero quiero saber qué opciones tengo antes de tomar una decisión. Todos los teléfonos que encuentro en internet comunican o no funcionan. El gestor me envía los papeles y los reenvío al banquero, que responde que tendría que pasar a firmarlos cuanto antes mejor.

Por la tarde me acerco a la Junta Electoral, que está en la Ciutat de la Justícia, un complejo arquitectónico de regusto totalitario que parece diseñado más para dar miedo que no para inspirar respeto. Después de atravesar unos cuantos pasillos, llego a un despacho lleno de papeles y ordenadores. “Vengo a preguntar qué multa me caería si me niego a colaborar en la celebración de las elecciones españolas”, anuncio a un par de funcionarias que charlan por los descosidos

La más simpática me mira con una mezcla de espanto e incomprensión, como si tuviera ante sí a un kamikaze e intuyera la posibilidad de un cataclismo que todavía no sabría definir. “Quizás solo te toca ser el tercer vocal y no hace falta que te quedes todo el día”, me dice amablemente. Le respondo que ya sabe que no se trata de esto. A pesar de que no creo en lazos amarillos, me da asco tener que colaborar con una Junta Electoral que censura símbolos y palabras y legitima pantomimas judiciales y policíacas. 

Al final no saco el agua clara. Solo me dicen que el cartero volverá a pasar por mi casa y que la semana antes me buscará la Guardia Urbana, y que más vale que firme y obedezca. Insisten que mi deber democrático es colaborar en las elecciones y yo les repito que querría saber cuáles son las consecuencias de objetar para poder hacer mis cálculos y mis reflexiones. Ya veo que poco a poco tendré que ir asumiendo que estoy desamparado y que hay una burocracia sorda, ciega y extranjera que cada día me tocará más los cojones. 

Si nada cambia, vamos a tener que vivir otra vez como si fuéramos erizos, igual que en tiempos del estraperlo, pero bajo un barniz de democracia.