“Y quién te ha dicho a ti las copas de vino que tengo o no tengo que beber. Déjame que las beba tranquilo, mientras no ponga en riesgo a nadie. A mí no me gusta que me digan no puede ir usted a más velocidad, no puede usted comer hamburguesas de tanto, debe usted evitar esto y, además, a usted le prohíbo beber vino”. Esta famosa frase la dijo José María Aznar López el 3 de mayo del 2007. También un 3 de mayo, pero del 2013, quien fue portavoz de su gobierno y mano derecha, Miquel Ángel Rodríguez, era detenido después de verse involucrado en un accidente de tráfico. Dio una tasa de alcohol que superaba cuatro veces el permitido. Por suerte, no hubo desgracias personales y el señor Rodríguez ahora es el ideólogo de Isabel Díaz Ayuso.

Y mire que el debate es sencillo. Usted coma y beba lo que quiera, como si quiere reventar -pero no salpique- y finalmente, si le apetece, páguese un entierro con las contorsionistas chinas del Cirque du Soleil o con Manolo el del Bombo. O con los dos, allá usted. Ahora bien, usted no puede beberse hasta el agua de los jarrones cuando conduce o cuándo hacerlo puede afectar al resto. Incluso si se lo explicamos poco a poco a alguien como Aznar, creo que eso lo podría llegar a entender. Porque es que si yendo bebido provocas un accidente con muertos, las personas a quienes mata tu inconsciencia vestida de libertad no tendrían ni la oportunidad de decir "¿Y quién te ha dicho a ti que puedes matarme en nombre del 'pormiscojones'?". Un concepto que resumido sería: "Beba, mátese, pero no moleste al resto".

Se ve que la cosa no había quedado lo suficientemente clara con aquello del tabaco y los locales públicos y ahora volvemos con el debate sobre el exceso de azúcar en la alimentación de la población en general y de los chiquillos en particular. La simplificación intelectual de nuestro mundo hace que en la España actual defender comer con un mínimocriterio ahora sea propio de comunistas y que querer llenarse el cuerpo de grasa y azúcar, como si no hubiera un mañana, sea de derechas neoliberales. Me podría imaginar cosas pero, lo reconozco, esta me ha pillado totalmente desprevenido.

El Gobierno quiere acabar con el grave problema de la obesidad infantil y, olvidando la idea inicial de subir los impuestos de la comida basura, ha optado finalmente por prohibir la publicidad de dulces, helados, galletas, bebidas calóricas y alimentos ricos en azúcar y grasa dirigida a menores de 16 años. Porque, guste o no a según quien, la realidad es que nueve de cada diez anuncios dirigidos a niños son de productos considerados no saludables según los parámetros del OMS. Y este es el debate, no si un mayor de edad puede comer bollería industrial hasta que en vez de arterias tenga plastilina de colores.

Hablamos de salud y, concretamente, de la de los menores. Y esta cuestión nos interpela a todos. O debería hacerlo. Y si los padres (y madres y paris) son incapaces de cuidar la salud de sus hijos, la comunidad debe educarlos. A los dos. O al menos intentarlo. Y me cuesta mucho entender cómo una cosa tan evidente se haya convertido en una manera más de hacer ideología contraponiendo salud y libertad. Y viceversa. Porque como dice siempre Abel Mariné, catedrático de nutrición y bromatología de la Universidad de Barcelona y -sobre todo- un hombre sabio, hay que comer de todo. Con moderación, pero de todo. Incluidos pasteles y marranadas de estas que tanto nos gustan, pero no cada día a todas horas.

Y ahora si me lo permite, hoy cenaré -y a su salud- una abundante y variada ensalada y un poquito de queso, pero no porque sea un comunista radical sino porque conviene cenar ligero para tener una buena digestión, dormir mejor y levantarse bien descansado. Y lo acompañaré con una copita de vino (o quizás dos) y un par o cuatro panellets, pero no porque sea de VOX y exija mi derecho a hacer lo que me plazca sino porque me apetece. El problema sería si me bebiera una caja de garnacha, me comiera dos kilos de panellets y tuviera once años. ¿Verdad que eso se entiende fácilmente?