No me gusta mucho usar la palabra "traición" porque señalar "traidores" ha servido demasiadas veces de coartada primero para un victimismo modelado en la impotencia y la cobardía, cuando no en la envidia y el odio, y después, para dar curso a barbaridades en nombre de una supuesta "autenticidad" que, también a menudo, y a poco que se rasque, suele ser más falsa que el duro sevillano, como se decía antes. No obstante, me cuesta evitar el término "traición" -también en el de "resignación"- cuando pienso en las sensaciones que, muy pronto, dejó el PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra, en una parte de la gente sin la cual no hubieran llegado a la Moncloa, el viernes que viene hará 40 años. En cuanto a Catalunya, hablo de votantes del PSC-PSOE de aquella época, muchas personas que migraron de Andalucía o Extremadura, pero también de mucha gente catalanista, de varias corrientes; de las izquierdas, de los demócratas, de los progresistas.

Es cierto, y sería de miopes negarlo, que la mítica foto de los dos líderes socialistas en el balcón del hotel Palace de Madrid aquella noche electoral, después de la victoria por mayoría absolutísima -202 escaños, 10 millones de votos- en las urnas del 28-O con el lema "Por el cambio", fue un soplo de aire fresco en una España que todavía olía demasiado a rancio y podredumbre en el fondo del armario. Felipe y Alfonso, los "compañeros", simbolizaban el cambio, una España nueva, un futuro posible y de justicia después de la oscuridad del franquismo. Un patriotismo alternativo basado en la idea de las oportunidades para todo el mundo, es decir, también para una clase trabajadora –"el hijo del obrero, a la universidad"- que ya hacía mucho tiempo que, en su mayoría, había dejado atrás el ideal comunista o revolucionario clásico, triturados por la apisonadora de la sociedad de consumo y las revoluciones de los prodigiosos años sesenta, los jóvenes, los feminismos, la sexualidad libre. Aquello que el cine español de la transición banalizó -no siempre- como la era del Destape.

La oferta del PSOE del 82 era ideal para aquellas capas de la población, en muy buena parte perdedores de la guerra y la dictadura franquista, que veían posibilidades de realizar sus sueños a través de sus hijos en una sociedad nueva. Entre la España del 23-F, la del golpe de estado de Tejero, que hundió la primera mutación liberal del franquismo, la UCD de Súarez y convirtió en refugio de nostálgicos la AP de Fraga, y el comunismo de Carrillo, prisionero de las hipotecas del pasado, el electorado con sensibilidad de izquierdas o simplemente demócrata o progresista optó por el PSOE de Felipe. El abogado sevillano, Isidoro en la clandestinidad, era, además, el más guapo de todos los candidatos que se presentaban. Aquel PSOE de Felipe y Guerra triunfó porque convirtió en papeletas electorales los sueños de la gente, cuidado. Vale la pena recordarlo ahora que se habla despectivamente de política de las emociones como en el siglo XIX se hablaba del sentimentalismo de las mujeres por contraposición al buen gobierno y la razón atribuídas a los hombres, y, cínicamente, se mete en el mismo saco a la independentista revolución de las sonrisas y a los ultras de Vox. Sí, la política también se hace con los sueños. Y es el sueño de no volver atrás lo que aguantó durante muchos años el PSOE de Felipe - "murió de éxito" -, que, además, tenía un gran líder y unas alternativas muy malas. No en balde, el territorio más "pobre" del Estado, Andalucía, donde el PSOE se sobrevivió a él mismo como partido-sistema; y el más "avanzado", Catalunya, donde ha ejercido de alternativa permanente al nacionalismo pujolista y sus evoluciones soberanista e indepe, cimentaron la longevidad del felipismo. De hecho, el felipismo ganó la batalla ideológica de la post-transición y todavía no la ha perdido, bien lo sabe Pablo Iglesias.

El felipismo ganó la batalla ideológica de la post-transición y todavía no la ha perdido, bien lo sabe Pablo Iglesias

Todo ello tiene especial mérito porque las sucesivas victorias electorales del PSOE después de 1982, y hasta el desalojo de la Moncloa 14 años después a manos de la entonces nueva derecha, el PP de José María Aznar, se sucedieron muy pronto sobre un suelo calcinado de crítica y decepción. La España del "desencanto" sustituyó rápidamente en el imaginario colectivo, se participara o no de la idea, la España del "Cambio". Algo había pasado y tiene mucho que ver con las "traiciones" -esta palabra que no me gusta-, con las renuncias, con el abandono de muchas cosas que ilusionaron a la gente. A medida que el PSOE se confundió con el sistema, eso que ahora denominan "el régimen del 78", la monarquía de Juan Carlos y los aparatos del estado franquista que la democracia no jubiló se encontraron cada vez más cómodos con él. Los GAL fueron la prueba del algodón del patriotismo socialista. Y la corrupción, la adaptación y ampliación del negocio de toda la vida a la sombra del poder político. Tanto se habían acostumbrado "los de siempre" a la España de Felipe, empezando por el rey Juan Carlos, que en 1996, el retorno de la derecha al gobierno con Aznar, por primera vez en la democracia, les molestó.

¿Y Catalunya? En octubre del 2016, un PSOE fracturado hizo presidente al popular Mariano Rajoy. Y en septiembre del 2017, el PSOE votó la aplicación del 155, la intervención y suspensión de la autonomía catalana después de la proclamación simbólica -pongan el adjetivo que más les complazca- de la independencia por la mayoría del Parlament. Catalunya, incluidos los socialistas catalanes, el PSC y buena parte de sus votantes, también se han sentido muchas veces traicionados por el PSOE, el "partido hermano". A pesar de eso, durante décadas, el electorado catalán repartió los huevos entre los cestos de Felipe en las generales y Pujol en las catalanas y muchas cosas son todavía deudoras a la política catalana de este esquema dual.

Mucha gente pensó que el 'procés' serviría también para superar la dependencia emocional de la España del PSOE, que a la hora de la verdad siempre da largas a Catalunya

Cuando Junqueras menosprecia el papel clave del PSC de Salvador Illa  para sacar adelante los presupuestos después de la ruptura con Junts y, a la vez, facilita la tramitación de las cuentas del Estado a Sánchez, no hace más que emular el trato de Pujol al PSC de Raimon Obiols en la época de la alianza entre CiU y el PSOE. El pacto de la Diputación de Barcelona entre el PSC y Junts perpetúa la antigua entente sociovergente que, en su quintaesencia, dejaba la Generalitat en manos de los nacionalistas de CiU y Barcelona y las alcaldías metropolitanas, determinantes para configurar la Diputación, en las del PSC.

Gabriel Rufián, el flamante aspirante de ERC a la alcaldía de Santa Coloma de Gramenet, nacido en febrero de aquel año 82, el de la primera victoria del PSOE, es un hijo cultural y sociológico tanto de la España de Felipe como de la Catalunya de Pujol y juega con sus reglas. La ERC de Junqueras no sólo quiere ser la Convergència de Pujol y el PSC de los Maragall o los Nadal, sino también el PSOE de Felipe en el área metropolitana. En fin, mucha gente en Catalunya pensó, honestamente, que el procés también serviría para superar la dependencia emocional de una España diferente, la que se supone encarna o tiene que encarnar el PSOE, que, a la hora de la verdad, ya sea con el "apoyaré" de Zapatero o la mesa de diálogo de Sánchez, siempre da largas a Catalunya. Pero no. He ahí la herencia catalana de la noche del Palace.