Ahora hace dos años que quedó inaugurada oficialmente la pandemia de coronavirus con la declaración de un estado de alarma que, literalmente, hizo desaparecer los cuerpos, la gente, del espacio público. El virus nos convirtió en algo así como rehenes de nosotros mismos en nuestras propias casas, lo que posiblemente constituye el mayor encierro masivo de población que se ha producido en la historia. La consecuencia de ese tiempo perdido que, ahora sí, parece que dejamos atrás es triple: somos menos, más pobres y menos libres. En el Estado español hubo 100.000 fallecidos oficialmente  a causa de la covid-19, especialmente en las residencias de mayores;  se calcula en 1 millón de personas las que han ingresado en la pobreza y en decenas de miles las empresas cerradas; y la salud de las democracias ha empeorado en casi todos los países que gozaban de ella. Las durísimas restricciones a la libertad de las personas han dejado en el aire la sensación de que el poder, los gobiernos, pueden actuar sin que nada les frene ante un gran imprevisto. Y es así como hemos asistido a una extraña representación en la que los parlamentos democráticos han autorizado a los líderes democráticos a convertirse en una especie de dictadores exprés o de urgencia ante lo desconocido, o, más bien, de lo que se daba por imposible más allá de las series de Netflix.

En esa atmósfera de excepción, las bases de legitimidad y confianza en la democracia han sufrido un importante desgaste. La adopción de medidas gubernativas extremas —el Gran Encierro— a raíz de la pandemia ha puesto en manos de los políticos democráticos un poder soberano casi sin límites que los ha equiparado a los dictadores y autócratas. Incluso se llegó a militarizar las calles en muchos lugares de la Europa democrática. La biopolítica del coronavirus ha confundido peligrosamente a los demócratas con los dictadores. La distancia entre ellos se ha hecho mucho más pequeña, un fenómeno que no se ha acotado a los largos meses de pandemia. La consecuencia ha sido que la antipolítica, los populismos extremos, y todo lo ultra —la ultraderecha y la ultraizquierda, pero también lo ultrarrico, lo ultrajoven, lo ultramachista o lo ultrafeminista— se han reforzado y desbocado. No es exactamente la clásica polarización blanco-negro, que también, sino entre negro negrísimo, rojo rojísimo o morado moradísimo y todo lo demás. En ese clima, la democracia se ha teñido de autoritarismo y, a la inversa, lo autoritario ha podido investirse de respetabilidad democrática, como sucede con Vox, a quien el PP y la inhibición del PSOE le ha franqueado finalmente la puerta de un gobierno autonómico. Desde luego, y por lo que se refiere a cordones sanitarios frente a la ultraderecha, España no es Francia ni Castilla y León es Turingia. Finiquitada la pandemia de covid-19, la política española ha renunciado a vacunarse frente al virus de lo autoritario. Pero se equivocará quien solo lea el parte médico desde un ángulo. El nuevo-viejo virus de lo autoritario, no hace distinciones a izquierda, derecha ni centro.

La antipolítica, los populismos extremos y todo lo ultra —la ultraderecha y la ultraizquierda, pero también lo ultrarrico, lo ultrajoven, lo ultramachista o lo ultrafeminista— se han reforzado y desbocado

La doctrina del shock que acuñó Naomi Klein, y según la cual el capitalismo se recompone y reformula a base de grandes desastres, vale en cierta manera para la política. El virus de lo autoritario avanzó a pasos agigantados cebándose con las democracias a raíz de la pandemia y ahora da una vuelta de tuerca más a lomos de Putin y la invasión de Ucrania. Con la nueva emergencia, ahora bélica, como imperativo inexcusable, Pedro Sánchez se ha reforzado en la cumbre de la Palma como presidente de presidentes, incluido el catalán Pere Aragonès, con el mismo esquema de concentración de todos los poderes disfrazado de cogobernanza que ya aplicó durante la pandemia. En este cuadro, se hace francamente difícil no ver en la ratificación a la búlgara de la apuesta por el diálogo con Sánchez del 97% de las bases de ERC poco menos que un suicidio político. La crisis de Ucrania, y pese al papel irrelevante de España en el teatro internacional del conflicto, vuelve a poner en manos de Sánchez todo el poder en el interior, también para aplazar sine die -otra vez- todo lo que refiere al conflicto Catalunya-España. En esta ocasión no le ha hecho falta declarar el estado de alarma. La guerra de Putin favorece objetivamente la estrategia de Pedro Sánchez de congelar el conflicto con Catalunya. Es muy improbable que en un Occidente acosado en sus fronteras políticas y militares por las garras y los culetazos del oso ruso, Catalunya pueda abrir una nueva crisis de soberanía. El independentismo —no solo ERC— tiene ahí otro elemento para replantearse su estrategia o, más bien, la falta absoluta de ella. Lo segundo hace pensar si, en la práctica, no habrá ya renunciado a todo.

La guerra de Putin favorece objetivamente la estrategia de Pedro Sánchez de congelar el conflicto con Catalunya

La ultrapolarización de las posiciones ideológicas y los discursos que las producen y las acompañan explicaría también la peculiar respuesta de la izquierda política y social a la agresión de Putin a Ucrania. Por contraste con lo que sucedió cuando la invasión de Iraq por los EE. UU., la ausencia de manifestaciones importantes contra la actitud del autócrata ruso es clamorosa: la mayor parte de la izquierda no ha digerido aún que ahora no se trata de Bush o de la OTAN sino de Putin y su agresivo proyecto neozarista. El manual del conmigo o contra mí impide aquí a buena parte de la izquierda ponerse del lado no sé si del todo correcto pero, desde luego, más decente de la historia. Per fortuna, pequeños grupos de personas, desde vecinos a empresas, pasando por parroquias o personas individuales y familias, se movilizan en silencio para acoger refugiados, en su mayoría madres con sus hijos. Ahí reside la esperanza. ¿De verdad, Pablo Iglesias, de verdad, Eulàlia Reguant, que veis nazis en esas caras y esas miradas que huyen de las bombas de Putin? Decidme que no, por favor.