Fue el periodista de La Vanguardia Enric Juliana quien acuñó el concepto del català emprenyat (el catalán enfadado) para poner cara a un malestar que acabaría siendo el detonante del procés, una década larga que podemos situar entre la manifestación del 2010 contra la sentencia del Estatut y la investidura de Sánchez el 2023 con el apoyo de Junts así como el retorno del PSC al Gobierno en el 2023 con el apoyo de ERC. En medio están los años de movilizaciones gigantescas por la independencia, el referéndum del 1-O y la represión de los líderes del independentismo, los más relevantes de los cuales todavía esperan que se les aplique la amnistía. Al arquetipo del català emprenyat lo siguió el catalán frustrado por la traición de los líderes que prometieron la independencia en 18 meses. La mutación continuó con el catalán indignado, que primero se abstuvo en las elecciones para echar los procesistas del Govern y forzar un cambio de liderazgos en el independentismo —la primera cosa la consiguió, la segunda no— y ahora amenaza con votar masivamente AC para "salvar Catalunya". Pues bien, a todas estas tipologías del cabreo nacional se podría añadir ahora la del catalán pisoteado, sentimiento que crece día tras día en torno al maltrato supremacista y catalanófobo que recibe la lengua catalana por parte de todo aquel quien se atreva. Los últimos, una compañía de teatro, Teatro Sin Papeles, pagada con dinero del Ayuntamiento de Barcelona, que con la excusa de defender los migrantes latinos, y por lo tanto, hablantes de español, de las supuestas discriminaciones que sufren en Catalunya, ha osado girar la historia para convertir a las verdaderas víctimas lingüísticas, los catalanohablantes, en los verdugos de los pobres castellanohablantes. Una espectacular manipulación de la realidad en la mejor tradición del negacionismo culturicida españolista, de acuerdo con el modelo imperialista según el cual "el castellano nunca fue lengua de imposición".
Atención al 'catalán pisoteado'. Porque ya no se trata del déficit fiscal, o del déficit de independencia, o del déficit de amnistía, sino del déficit de país
"No me toques el catalán". Esta podría ser la divisa. El catalán pisoteado se diferencia claramente del catalán indignado, del catalán frustrado y del catalán cabreado en que, por primera vez en décadas después del franquismo, se siente tocado en aquello que más lo identifica, la lengua, —el factor clave de la identidad nacional— y se empieza a percibir como miembro de una minoría en su propio país en términos culturales y, por eso, y lo subrayo, demográficos. Este sentimiento va mucho más allá de un victimismo banal, o primario, que busca un chivo expiatorio a un futuro que no le gusta en los inmigrantes marroquíes, los más diferentes de los recién llegados culturalmente hablando. Los votantes de primera hora de partidos xenófobos o abiertamente islamófobos como Vox, en todo el Estado español, y, ahora AC en Catalunya, responden más o menos a este paradigma. El catalanismo ha sido, mayoritariamente, una narrativa nacional de base más cívica que identitaria —más sentimiento o adscripción al país y la comunidad que de apellidos, para entendernos— pero ha tenido en el catalán, que es a la vez un marcador identitario y cívico, el mínimo común denominador para acceder y participar de la catalanidad. Una condición esta que (todavía) no figura en el D.N.I pero sí en la cabeza y el corazón de quien se considera catalán más allá de una mera vecindad administrativa o de paso.
Es más: cuando alguna vez se ha dicho que Catalunya es una fábrica de hacer catalanes, en realidad se estaba diciendo que Catalunya era una fábrica de hacer catalanohablantes. Por eso, el retroceso en el uso social del catalán deriva en la sensación de pérdida de control cultural del territorio, lo que rápidamente hace pensar a muchos catalanes que son una minoría en su propio país. Alerta. No se trata de deportar inmigrantes sino de hacer funcionar la máquina de la catalanización. Catalunya no se puede permitir ser Colombia como tampoco se podía permitir ser Andalucía, sin embargo, menos todavía puede salir adelante con unas tasas de natalidad que se sitúan entre las más bajas del mundo. Lo que se tiene que aumentar es el volumen de catalanohablantes, vengan de donde vengan y hayan nacido donde hayan nacido, por gusto o a la fuerza. Si Catalunya pierde la batalla cultural definitivamente, se habrá perdido Catalunya. Y este es el reto, hoy, para cualquier política que no pretenda la minorización y desactivación del potencial inclusivo y de crecimiento de la nación catalana, la nación de la gente que habla catalán. Todo el resto de dramas, dejémoslos para el teatro (y si puede ser, el bueno).
Atención al catalán pisoteado. Porque ya no se trata del déficit fiscal, o del déficit de independencia, o del déficit de amnistía, sino del déficit de país. Estamos en la médula del asunto. El catalán pisoteado nace de la sensación de minorización demográfica propiciada por el retroceso de la lengua y del desprecio activo que se hace por parte del último que llega o de quien hace cinco décadas que reside en el país. Barcelona registró 192 situaciones de discriminación lingüística en el 2024, el 99% contra el uso del catalán. No es teatro. Se está tocando lo más sensible y se extiende la sensación de impotencia e inmovilismo. En Catalunya no hace falta un gobierno sustentado por PP y Vox como el de las Balears o el del País Valencià para negar al catalán su condición de lengua, que es la palanca para arrasar con todos los derechos y deberes asociados, entre los cuales el más importante es el derecho —de todo el mundo— a utilizarlo con plenitud. El catalán pisoteado es un señor o señora que asiste con impotencia a la conversión de su lengua primero en una molestia, después en una cosa a ignorar y, finalmente en un sujeto de muerte civil: "muerto el perro se acabó la rabia". El catalán pisoteado es un señor o una señora que siente que si le matan la lengua los matan a ellos.