Mis amigos, con los que habitualmente hablamos por whatsap y en estos días de confinamiento incluso hemos celebrado algún vermut virtual, empiezan a inquietarse. Son ya muchas semanas encerrados en casa, demasiadas. Gran paradoja, como ha apuntado el filósofo Josep Ramoneda, del mundo globalizado, ya saben, el mundo super-mega-abierto que nos prometían y nos prometíamos y en el que, en realidad, caído el muro de Berlín y el telón de acero, los muros no han cesado de crecer y multiplicarse por todas partes, hasta el extremo que nos ocupa, en que el propio hogar se convierte en una prisión.

Estamos en el filo de la navaja: nuestro futuro parece oscilar entre un recorte monumental de libertades básicas —incluso aceptado, como puso de manifiesto la patética encuesta del CIS sobre información y fake news— y una incierta revolución que nos llevará a ser mejores. Se trataría de un gran cambio civilizatorio que habría empezado por una reflexión colectiva, y introspectiva, por el retiro y la clausura forzada por la pandemia, sobre qué hemos hecho mal. Veremos de qué lado caemos. 

Mis amigos, decía, aunque muy resilientes algo inquietos ya, empiezan a preguntarse qué o quién empezó todo esto, quién va a pagar todo esto... Cuando venía la ola, les respondo que algunos intuimos que las consecuencias económicas, sociales, políticas y culturales de la pandemia serían mucho más graves que las terribles consecuencias físicas, las muertes. Pero el número de muertes ha sido, finalmente, sobrecogedor. Tanto en términos estadísticos, como en el grado de inseguridad asociado, el miedo, el miedo masivo. ¿Quién no se ha preguntado estos días ante la mínima sospecha si no será el próximo infectado? ¿E incluso el próximo en caer? La llamada sociedad del riesgo, que teorizó Ulrick Beck, se ha superado a sí misma. 

¿Quién no se ha preguntado estos días ante la mínima sospecha si no será el próximo infectado? ¿E incluso el próximo en caer?

Desde luego que el sistema sanitario heredado del welfare state (re)construido en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, y las redes familiares, vecinales, o de ciudadanía volcadas en la cooperación con los profesionales de la sanidad y las personas más vulnerables, han salvado muchas vidas. Pero es evidente que los muros de seguridad europeos y occidentales, en este caso, el sanitario, han sido sobrepasados. Y en algunos momentos, claramente desbordados por los efectos sociosanitarios de la pandemia. ¿Nadie se lo esperaba, en serio? Lo imposible es lo que ocurre, dijo Jacques Derrida allá por los años ochenta del siglo pasado. Este virus —no me cansaré de repetirlo— primero infectó las redes sociales, por lo menos en Occidente, y luego los cuerpos. Ahí fue donde bajamos colectivamente la guardia. Ahí y en el falso “confinamiento” inicial del virus en el mapa, en la lejana China, en esa falsa (re)nacionalización de algo que era global y cuyos efectos eran globales.

La ecuación que se dibuja empieza a presentar perfiles bastante claros: a más descentralización del poder y responsabilidad social de Estado, menos muertes

El coronavirus ha vuelto a matar el Estado-nación clásico. En los estados de planta o tradición centralista y jacobina como Italia, España —con su rancia gestión uniformada de la crisis— y Francia, el coronavirus ha matado más; en los estados descentralizados realmente federales, como Alemania o Austria, la pandemia se ha contenido antes, así como en estados pequeños de fuerte tradición democrática como Dinamarca.

Pero no solo es una cuestión de modelo territorial. Ha habido más muertos en países donde impera el laissez faire, laissez passer, como los Estados Unidos de Donald Trump, el Reino Unido de Boris Johnson o el Brasil del ultra Jair Bolsonaro, todos ellos estados también federales o descentralizados. Y tampoco lo han hecho bien, desde luego, en los regímenes directamente autoritarios como China, que sigue vendiendo test y mascarillas defectuosas a Occidente y que esta semana ha reconocido que en Wuhan murieron el doble de personas de las oficialmente contabilizadas.

La ecuación que se dibuja empieza a presentar perfiles bastante claros: a más descentralización del poder y responsabilidad social de Estado, menos muertes. Ello podría beneficiar las aspiraciones de autogestión de la crisis del independentismo catalán que tanto teme el deep state español, desde luego, pero también la seguridad de los residentes en los geriátricos de Madrid, por ejemplo. Incluso Pedro Sánchez, que ahora ha admitido un desescalamiento del estado de alarma, territorializado, asimétrico, como lleva semanas pidiendo el govern de Quim Torra, parece haber caído en la cuenta de que una cosa es parar el coronavirus por todos los medios y la otra movilizar a la Guardia Civil contra los ladrones de naranjas, siempre al acecho.