Efectivamente, Catalunya es "el problema", no Euskadi. Y últimamente, todavía más. Una de las grandes diferencias entre el nacionalismo vasco hegemónico, el del PNV, y el catalán, singularmente desde el final del pujolismo y el arranque del procés, es que el primero nunca se ha jugado seriamente la cartera por la independencia y el segundo sí. Es lo que separa un Iñigo Urkullu de un Artur Mas aunque, a primera vista, parezcan compartir muchas cosas, empezando porque son "de derechas" -con todos los matices que haga falta. Mientras el primero ha rentabilizado el fin del terrorismo de ETA -enhorabuena- en términos de pax con la Corona y todo el statu quo politicoeconómico español y (más) concierto económico, el segundo ha sido juzgado e inhabilitado y está encausado y arrastra todavía el embargo judicial del piso donde vive por la causa persecutoria posterior abierta por el Tribunal de Cuentas. Todo, por haber convocado un proceso participativo en que se preguntaba la ciudadanía sobre la relación política entre Catalunya y España, la consulta del 9-N. En cierta manera, es también la gran diferencia entre un Arnaldo Otegi y un Oriol Junqueras. Mientras el primero era de suponer que, en tanto que revolucionario y líder de la izquierda abertzale acabara algún día en prisión, nadie lo habría dicho -posiblemente ni él mismo- de un Junqueras, al final, un político y hombre de orden, a quien el Estado le ha hecho pagar con creces, como al resto de líderes del 1-O, la aventura independentista del gobierno de Carles Puigdemont, otro político y hombre de orden.

Entre Euskadi y Catalunya -y que no se lo tome a mal ningún patriota vasco de buena fe, que lo hay, y muchos- el Estado español siempre ha tenido muy claro dónde está el verdadero problema, como ha reconocido ahora de manera cruda y descarnada, para mucha gente, insultante, el que fue biministro de Justicia e Interior con Felipe González Juan Alberto Belloch. Catalunya era y es el problema para España, para el estatus quo español. No Euskadi. Efectivamente, el terrorismo de ETA, con sus bombas lapa y tiros en la nuca, reforzaba la legitimidad de "el Estado de Derecho", mientras que el independentismo catalán, con la sonrisa en los labios y las urnas en la mano, ha puesto al descubierto las vergüenzas e insuficiencias de este "Estado de derecho". Hasta el punto de situarlo bajo la lupa de la justicia europea. Por eso es más peligroso el independentismo catalán para un jacobino como Belloch que el terrorismo etarra. Sin duda.

El procés, que tantas cosas ha desenmascarado, también ha servido para poner punto y final a lo que durante un tiempo fue conocido como la vasquitisespejo vasco del nacionalismo catalán. A finales de los años noventa, esta tendencia se materializó en el avance de las tesis soberanistas en la Convergència de la última etapa Pujol y del independentismo pragmático en ERC, primero con Àngel Colom y después con Josep-Lluís Carod-Rovira y Joan Puigcercós; y en paralelo a la después frustrada tregua de Lizarra y la alianza entre el nacionalismo del PNV y EA de Juan José Ibarretxe -y Xabier Arzalluz- con la Euskal Herritarrok de Otegi -y Josu Ternera-. En aquella época eran los "moderados" vascos los que ensayaban una nueva frontera en el terreno de la ampliación democrática de los derechos nacionales y el autogobierno -derecho a decidir, plan Ibarretxe-, amparados en la premisa que sin tiros, sin ETA, todo era posible (autodeterminación "constitucional" o lo que más se les pareciera). Y en cierta manera esta estrategia sirvió para legitimar la apuesta por el Estatut de los tripartitos de Pasqual Maragall y José Montilla (mal) negociado por José Luis Rodríguez Zapatero y Artur Mas y fulminado por el Tribunal Constitucional.

El desenlace final de aquellos dos procesos, el vasco, ligado con el intento de poner fin a ETA, y el catalán estatutario, como nueva oferta de (re)encaje de Catalunya con España, fue que Euskadi continuó como siempre, o sea, ampliando conciertos económicos y excepciones fiscales por la vía de dar apoyo a los gobiernos de turno en Madrid, y Catalunya vio cerradas una y otra vez todas las puertas a las que siguió llamando con diferentes propuestas de arreglo (Estatut, pacto fiscal, consulta del 9-N, referéndum del 1-O). Una y otra vez, la única puerta abierta por el Estado a las demandas catalanas ha sido la de la ratonera autonómica del "vuelva usted mañana" y antes de salir vóteme los presupuestos. Es el mecanismo que sirve para reforzar el autogobierno foralista vasco -como zanahoria y horizonte final posible pero inalcanzable- y, en paralelo, frenar el catalán o ponerlo permanentemente a la cola en un eterno "sígalo intentándolo".

Todo el sistema autonómico y la arquitectura profunda del Estado español posfranquista en su conjunto está construido para neutralizar el potencial de estatalidad propia, de capacidad de convertirse en estado, que tiene Catalunya y falta a Euskadi

Todo el sistema autonómico y la arquitectura profunda del Estado español posfranquista en su conjunto está construido para neutralizar el potencial de estatalidad propia, de capacidad de convertirse en estado, que tiene Catalunya y falta a Euskadi. Un potencial que supera tanto el eje ideológico derecha-izquierda (por eso alguien como Artur Mas se embarcó en el independentismo) como identitario catalán-español (por eso alguien como José Montilla no votó el 155 en el Senado) En Euskadi todavía no han llegado del todo, no nos engañamos. En consecuencia, toda desviación catalana del carril definido en la transición lleva o a la desnaturalización de leyes plenamente consitucionales como el referendado Estatut del 2006 o, en último término, a la suspensión total de la autonomía, como sucedió a raíz de los hechos de octubre del 2017.

Sin embargo, es tan poca la confianza que, a la vez, tiene el Estado español en sí mismo que ha convertido su configuración territorial en materia de negociación parlamentaria en función de las necesidades legislativas o presupuestarias del gobierno de turno, una manera de funcionar única en todo el entorno occidental. No fue a cambio del apoyo a unos presupuestos o a una reforma laboral por parte del SNP que el premier conservador británico David Cameron aceptó el referéndum de independencia de Escocia del 2014. Por el contrario, aquí, ERC, de acuerdo con la peculiar lógica del sistema que todo lo autonomiza, se hace ilusiones con que un apoyo a la reforma laboral de Pedro Sánchez y Yolanda Díaz desbloqueará la espectral mesa de diálogo sobre el conflicto Catalunya-Espanya. España continúa siendo una tortilla de apariencia sólida pero en el fondo poco hecha. Y hasta cruda. Por eso, cuando los gobiernos españoles "más progresistas de la historia" intuyen que la sartén se les puede ir de las manos, que la ratonera autonómica amenaza con atrapar también al gato... piden la abstención de la derecha más corrupta de Europa.