Desde Reykiavik a Estambul y de Moscú a Lisboa, es evidente que Europa, en sentido amplio, es un espacio geográfico e histórico-político, configurado por identidades múltiples y siglos de intereses contrapuestos. Es difícil encontrar el denominador común. Ahora bien: en general, sabemos cuándo estamos "en" Europa y cuándo estamos fuera. Europa ha querido ser un espacio de derechos, y libertades, de "civilización". Por eso Europa se pregunta desde Platón o Polibio cuál es el mejor sistema de gobierno. Y es con este aire de construcción inacabada que nació, en el corazón occidental del continente lo que hoy conocemos como Unión Europea: como posibilidad de conciliación, primero, entre dos grandes estados-nación enemigos, Francia y Alemania, que llevaron a Europa al borde la autodestrucción. Desde la perspectiva de 75 años de paz interior, bienestar económico generalizado ―que no quiere decir universal, ni mucho menos―, y extensión de los derechos y libertades, "Europa" ha sido un éxito clamoroso. O, como se llama ahora, una gran ventana de oportunidad: por eso siguen llegando personas a las fronteras europeas aunque pierdan la vida y por eso algunas viejas y pequeñas naciones, como Escocia, o Catalunya, han visto y siguen viendo, en Europa, su camino natural de salida hacia la plenitud. Pero Europa ya no es la que era.

Se multiplican los indicios de mala salud, de clarísima regresión, de la democracia europea. Hoy se puede pertenecer al club europeo y llevar a cabo políticas absolutamente liberticidas como las de Orbán en Hungría, o las de Salvini en Italia, que recuperan la peor tradición excluyente del viejo Estado-nación, ese artefacto que tenía que quedar superado por la Unión Europea, y se afanan por hacer de la Europa abierta, como míticamente lo fue la Roma de Rómulo, un muro infranqueable para los que buscan una oportunidad de vida. Hoy se puede pertenecer al club europeo, como es el caso del Estado español, e impedir a ciudadanos que acaban de ser elegidos diputados al Parlamento Europeo, Carles Puigdemont, Toni Comín, Oriol Junqueras, ejercer plenamente su condición como tales. A Junqueras, en prisión preventiva y a la espera de sentencia para el 1-O, la justicia española le ha impedido completar el procedimiento ―jura o promesa de la Constitución― para recoger el acta de eurodiputado; a Puigdemont y Comín ―exiliados después de la declaración de independencia― se les ha indicado que tienen que presentarse en persona en Madrid, pero no se ha retirado ni suspendido la orden de detención que todavía pesa contra ellos en España, la aplicación inmediata de la cual les impediría formalizar el requisito que se les exige. La justicia española ha elevado a la enésima potencia el trato cínico y el abuso manifiesto de poder, si no de puro y duro ejercicio prevaricador, que viene administrando al independentismo catalán.

Con el veto a los tres eurodiputados catalanes electos, España se reencuentra con su vieja tradición demofóbica: a la práctica, si pretendes hacer la independencia, dejas de ser ciudadano de pleno derecho. Pasó con el Estatut del 2006 (fulminado por el Tribunal Constitucional después de ser refrendado por el pueblo catalán) y ha pasado con los presos y exiliados. Pese a haber sido elegidos diputados al Parlamento Europeo y/o al Congreso y el Senado, se les ha bloqueado el ejercicio efectivo de sus derechos políticos, incluida la investidura a la presidencia de la Generalitat, lo cual deja en papel mojado el voto de millones de electores y ciudadanos catalanes y españoles y, por lo tanto, europeos. Si a eso se suma el hecho de que algunas de las máximas instancias de la UE, como el presidente de la Eurocámara, Antonio Tajani, han preferido ponerse a disposición de la cínica justicia demofóbica española que de los derechos de los eurodiputados y de los ciudadanos, es evidente que Europa ya no es la que era.

CuandoTajani prefiere ponerse a disposición de la cínica justicia demofóbica española que de los derechos de los eurodiputados y los ciudadanos, es evidente que Europa ya no es la que era

Si algún juez decente del Tribunal de Justicia de la Unión Europea no pone remedio, Puigdemont y Comín ―como también Junqueras― se quedarán este martes a las puertas de tomar posesión efectiva del escaño que legítimamente les han otorgado los ciudadanos. Es obvio que el independentismo catalán ―yo diría el catalanismo en su conjunto― tendrá que revisar su visión tradicional de Europa como ventana de oportunidad nacional. Es obvio que con una Europa que mira hacia otro lado, o que directamente se alinea con los intereses de los miembros del club, los Estados, por encima de cualquier otra cosa, el independentismo democrático, a diferencia de los populismos protofascistas a los que se le equipara de manera indecente, lo tendrá mucho más difícil. No puede ser que Europa pague con la moneda de los traidores a los patriotas y demócratas europeos, catalanes, o de donde sea, que más la han defendido. A ver si, al final, el renqueante artefacto europeo no se convertirá en aquella "prisión de pueblos" en que se había convertido el Imperio Austro-Húngaro, y en cuyo seno se provocó la tragedia de la Gran Guerra.

El camino de Europa será mucho más empinado que lo ha sido hasta ahora para el independentismo catalán, heredero directo del europeísmo catalanista. Pero es Europa, en último término, quien, ante demandas de ampliación interior del marco democrático que la sustenta, tendrá que decidir si se (re)concilia con ella misma, o bien se despide de todo aquello que la ha ido convirtiendo históricamente en una ventana de oportunidades de vida y libertad. Me temo que esta Europa que ya no es la que era, se está diciendo adiós. ¿Adeu, doncs, Europa?