¿Es el PSOE un partido "progresista"? ¿Lo son Sumar o Podemos? ¿Y ERC?, ¿Junts?, ¿PNV? ¿Bildu? (podríamos aumentar la lista, pero creo que con relación a algunos partidos no hace falta, ya que la pregunta se responde casi inmediatamente en sentido negativo). Responder a esta pregunta no es tan fácil como suele pensarse (cuando no se piensa mucho).
En primer lugar, progresista viene de "progreso" y teorías o concepciones sobre el progreso no hay solo una, sino varias. En términos generales, suele considerarse que el carácter progresista de alguna organización o proyecto está vinculado a objetivos de emancipación individual o colectiva ante dominaciones o coacciones impuestas por terceros. En segundo lugar, el progreso se puede aplicar a varios ámbitos —económicos, sociales, lingüísticos, nacionales, culturales, de género, de costumbres, de regeneración y profundización democrática, etc.—. Y, en tercer lugar, dentro de estos diversos ámbitos se dan distintas variables —derechos y libertades, de carácter simbólico, institucional, competencial, etc.—.
Ser progresista en alguno de estos ámbitos no da habitualmente demasiada información sobre serlo en otros ámbitos. Y serlo en derechos, por ejemplo, no informa sobre serlo en símbolos, instituciones o competencias. De esta manera, puede establecerse un cuadro de doble entrada, en el que podemos poner a los partidos en el eje horizontal y los varios ámbitos subdivididos en variables en el eje vertical. Y establecer indicadores cuantitativos para analizar el carácter progresista o no de cada partido o, como mínimo, para establecer respuestas cualitativas de más o menos intensidad progresista.
Naturalmente, nadie tiene el monopolio del progresismo, y mucho menos en todos los ámbitos y variables. Por ejemplo, los partidos españoles actuales que muestran características de progresismo tradicional en cuestiones socioeconómicas o de género (Sumar, Podemos, de forma débil el PSOE) suelen defender posturas conservadoras o a veces incluso reaccionarías en los ámbitos nacional, lingüístico o cultural (plurinacionalidad, plurilingüismo, autodeterminación, etc.).
Si nos centramos en uno de los temas más importantes para Catalunya, su reconocimiento como una realidad nacional diferenciada y su acomodación política a través de derechos y libertades, instituciones y capacidad de decisión diferenciada, observamos como los diversos gobiernos y parlamentos españoles —mande quien mande— siguen instalados en su total desinterés para ofrecer propuestas para encauzar el problema de fondo de la plurinacionalidad española. Y eso aplica tanto al PP y el PSOE, como al tándem PSOE-Podemos/Sumar. De hecho, en los últimos cuarenta y cinco años, el PSOE ni siquiera puede mostrar un acuerdo en la cuestión catalana comparable a los resultados del Pacto del Majestic (1996) firmado por la Convergència i Unió de Jordi Pujol y el PP de José María Aznar. Pero este tampoco fue un pacto que solucionara de forma profunda ni el reconocimiento ni la acomodación política de Catalunya en el Estado. En política, las minorías suelen hacer lo que pueden, no lo que quieren.
Catalunya da mucho más de sí que lo que muestran los liderazgos y los partidos políticos catalanes actuales
Si miramos la historia del catalanismo político en perspectiva, nos encontramos con que durante muchas décadas del siglo XX se intentó una reforma del Estado para hacerlo más congruente con su pluralismo nacional y lingüístico interno. Sin embargo, dado el fracaso final de esta estrategia —la reforma estatutaria (2006) y la posterior sentencia laminadora de Tribunal Constitucional español (2010) fueron el último episodio—, se produjo en el catalanismo un giro hacia una estrategia independentista. Un giro que tampoco ha cuajado, como mínimo, en su primer intento, y que ha llevado a algunos partidos a volver a la estrategia reformista —aunque, retóricamente, sigan afirmando que defienden el objetivo de una Catalunya independiente—.
De este modo, parece que el catalanismo político esté condenado a alternar planteamientos reformistas e independentistas sucesivamente cuando uno de estos dos planteamientos fracasa. Lo podemos denominar el péndulo de Vuelta a las andadas.
A estas alturas del partido, está más que empíricamente demostrado que el Estado no se reformará en el sentido del reconocimiento y de la acomodación política que le convendría a Catalunya (quizás hasta que el Estado no tuviera más remedio para evitar uno mal suyo mayor). Esto es así a pesar de las soluciones institucionales y competenciales que las teorías y prácticas liberal-democráticas y federales recomiendan para estados plurinacionales (que no puedo describir aquí; ver, por ejemplo, las obras de Berlin, Taylor, Walzer, Tully o el libro Defensive Federalism, Routledge 2023).
A la cultura política de los partidos y las organizaciones españolas les falta modernidad liberal y democrática en el momento de pensar la diversidad nacional, tanto a niveles de los derechos colectivos como de las instituciones y procesos de decisión. En buena parte, siguen anclados en el nacionalismo de Estado —liberal o iliberal— del siglo XIX cuando piensan, por ejemplo, términos legitimadores como la "igualdad" o la "diversidad". La plurinacionalidad de la sociedad española les viene grande tanto a las derechas como a las izquierdas españolas. En este ámbito, ninguno de los partidos de las derechas y las izquierdas españolas puede calificarse de "progresista".
Catalunya es una realidad plural —más que cualquier estado uninacional—. No obstante, el PSC actual, con apoyo externo de otros partidos catalanes, parece interesado en lograr una "eutanasia indolora" para el país a través de una uniformización en la mayoría de los ámbitos. Es decir, parece que se quiere transformar Catalunya en una autonomía española más. A lo mejor para no molestar. Pero la situación de un muy devaluado autogobierno y del retroceso relativo de la lengua catalana no tienen nada de indoloro para muchos ciudadanos del país. Duelen.
Pero existen soluciones. Habría que mirar mucho más la teoría actual de las democracias liberales —en ruptura con el liberalismo y el constitucionalismo tradicionales— y sobre todo aprender de las prácticas institucionales de las democracias federales, principalmente, pero no únicamente, de las de carácter plurinacional.
Comprobar lo mal que está la clase política y la democracia española no resulta ningún consuelo. Creo que Catalunya da mucho más de sí que lo que muestran los liderazgos y los partidos políticos catalanes actuales. Las actuales élites políticas catalanas están bastante por debajo de las élites de investigación, económicas, financieras, artísticas o culturales del país. En este sentido, un indicador en el terreno del independentismo es el ridículo y constante enfrentamiento entre Junts y ERC. No están a la altura del país y de sus necesidades y proyección de futuro. Se trata de un enfrentamiento que debilita al país y favorece la eutanasia indolora que intenta implementar el gobierno actual de la Generalitat. Por otra parte, la proliferación de nuevos partidos independentistas parece ser más un síntoma para el diagnóstico de la enfermedad que una esperanza para su terapéutica.
Hay que devolver a los ciudadanos del país el orgullo de ser catalanes. Muchos sectores profesionales catalanes lo hacen en sus ámbitos. La clase política actual no lo está haciendo. Habría que tener partidos progresistas en la mayoría de ámbitos y variables, y no solo partidos que se autodenominan así. El nombre no hace la cosa. Hay que devolver a una sustancial mayoría de la ciudadanía catalana la satisfacción, confianza y comodidad de sentimientos colectivos que tenía hace solo unos años.